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Sobre este blog

Ángel Gonzalo

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Sudáfrica acumula más de la mitad los casos documentados y muy de lejos le siguen otros como Ghana, que cuenta con más de 40.000 personas afectadas y 215 muertes reportadas. En 2012 viví muy de cerca la realidad de un hospital de una localidad rural de Ghana, Ada, a unos 110 kilómetros de la capital, Accra, y desde entonces mantengo el contacto con su director y algunos de los profesionales de la salud que allí trabajan; y también con algunos pacientes que allí se tratan sus dolencias. Pasé mucho tiempo en la capital, viajé por todo el país -y por los vecinos-, conociendo de primera mano los servicios sanitarios y la organización administrativa de un país que entonces se presentaba como un ejemplo de desarrollo para la región, con un sistema democrático consolidado, buenas previsiones para el crecimiento económico y una paz social asentada.

Desde que esta pandemia se instaló en nuestras vidas no he dejado de pensar en cómo les habrá afectado a las personas con las que conviví durante un año. No puedo imaginarme un confinamiento en hogares hacinados, con escasa ventilación, con temperaturas tremendamente altas y con niveles de humedad que alcanzan el 80% y convierten el aire en irrespirable. No puedo imaginar medidas de distanciamiento en las furgonetas desvencijadas que operan como autobuses irregulares, tro-tros, para desplazamientos diarios, ni en los taxis compartidos que paran cada 20 metros, ni en las canoas que se utilizan para cruzar, por ejemplo, el río Volta para ir al mercado, a la escuela o al hospital. Estos medios de transporte son comunes en muchos países africanos. Pensar en que puedan cumplirse los protocolos de desinfección es una fantasía.

En lugares donde la salubridad brilla por su ausencia y escasean los bienes de primera necesidad no sé de dónde van a sacar mascarillas si no es de donaciones o producciones propias que probablemente incumplirán las normativas básicas de protección. No sé cómo se van a lavar las manos o asear los millones de personas que no tienen acceso a agua potable ni a saneamiento ni cómo van a subsistir las economías domésticas que se han visto seriamente golpeadas por las medidas decretadas para luchar contra la COVID-19.

En Ghana, como en tantos otros países de la zona, el 70% de la población sigue viviendo hoy de la economía informal y cualquiera de las medidas adoptadas como confinamientos parciales o restricciones de movimientos convierten en más pobres a quienes de por sí apenas tienen para comer una vez al día.

Recuerdo los pasillos atestados de gente en el Hospital de Ada, las personas que viajaban durante varios días para ser atendidas por un médico y que montaban sus campamentos frente a las puertas del hospital, esperando su turno para ser atendidas y que obligaban a jornadas interminables al personal sin que se hubiera decretado ninguna emergencia. Entonces había tres médicos para más de cien mil personas, la luz se iba frecuentemente, las mosquiteras estaban agujereadas y los familiares de los enfermos dormían a veces en el suelo, sobre esterillas, con la compañía no elegida de cucarachas y otros insectos. ¿Cómo puede atajarse una pandemia con semejante panorama? Si los gobiernos europeos, chino o norteamericano luchan contra la COVID-19 con todas sus armas y toda su tecnología, amenazan con copar la oferta de la vacuna cuando se descubra y se encuentran rebrotes y amenazas constantes de nuevas olas de contagio, ¿qué puede ocurrir en África?

La percepción en el entorno rural de que la COVID-19 es un problema urbano, la falta de acceso a la información, el alto grado de analfabetismo de gran parte de la población y otros problemas endémicos no ayuda a detener el virus en países que a menudo se entregan a la religión para enfrentar enfermedades que deben ser tratadas en centros sanitarios adecuados. En mi año en Ghana conocí casos de personas que murieron deshidratadas, tras contraer malaria, porque en lugar de acudir al hospital para tratarse prefirieron ir a rezar a su iglesia. Buscaron antes ayuda en el pastor de turno que en el profesional de la salud. No eran casos aislados ni respondían a una única confesión o tradición religiosa. Me hablaron de situaciones similares en Togo, Benín, Nigeria, Burkina Faso o Costa de Marfil.

Los suburbios que rodean las capitales o ciudades grandes africanas son fuente inagotable de casos de malaria y dengue, entre otras enfermedades tropicales relacionadas con la falta de higiene y la insalubridad. El coronavirus tiene en esos entornos un escenario ideal para propagarse.

A medida que la COVID-19 avanza por el continente, las mujeres y niñas ya están sufriendo, según los informes que maneja Amnistía Internacional, un aumento de la violencia de género en el ámbito familiar. Las restricciones a la libertad de circulación, el aislamiento social y los confinamientos dificultan aún más que las mujeres accedan a servicios esenciales como la atención para la salud sexual y reproductiva y la protección de la violencia de género en el ámbito familiar. Igual que en las guerras las mujeres son víctimas dobles, también lo son en esta pandemia.

Otro colectivo muy afectado es el que comprende a los internos de las prisiones, dadas las malas condiciones de higiene y hacinamiento características de la mayoría de las cárceles del continente. La reducción del número de personas recluidas debe ser parte integrante y urgente de las respuestas de los Estados a la COVID-19, tal y como han recomendado diversos organismos internacionales, de momento sin éxito. Amnistía Internacional ha insistido en que se debe empezar por la liberación inmediata e incondicional de todas las personas que nunca debieron haber sido encarceladas, como los presos de conciencia. Pero, en lugar de eso, algunos gobiernos utilizan la excusa de la pandemia para acrecentar la represión de la oposición, cargar contra manifestantes o aplicar leyes que violan flagrantemente los derechos humanos.

Esta crisis también ha traído otras consecuencias. Occidente se mira hoy mucho más al ombligo y olvida aún más a África. Las ayudas se postergan, desaparecen o se reducen de los presupuestos de las malogradas economías europeas o norteamericana. Al mismo tiempo, las leyes migratorias se endurecen y el discurso del odio y del miedo se instala en los argumentarios de los políticos de extrema derecha, que se posicionan para dar el salto al poder, culpando a quien huye de la pobreza o de un conflicto de propagar el coronavirus.

Corren malos tiempos para el mundo, es evidente, pero es ahora cuando no podemos fallar como sociedad. Es ahora cuando la colaboración y la cooperación regional e internacional tienen más sentido y son más necesarias que nunca. La vida que conocíamos antes del coronavirus ha cambiado radicalmente. Permanecer impasibles o mirar hacia otro lado sería un error imperdonable. Hacen falta gobernantes con altura de miras y ciudadanías responsables para poner en práctica valores fundamentales como la solidaridad.

Necesitamos también fortalecer el liderazgo de una generación africana formada y comprometida que asoma la cabeza en diferentes comunidades y países y que quiere combatir la realidad que describo en este texto. Mientras lo termino, Isaac Teteh, compañero periodista de Ghana me escribe: “En África estamos acostumbrados a sufrir las consecuencias de desastres naturales, conflictos enquistados durante años, corrupción de quienes nos gobiernan, enfermedades que no tienen cura, muertes constantes de amigos y familiares, situaciones de pobreza y hambre... todo tipo de adversidades. Sin embargo, eso también nos ha permitido desarrollar una capacidad de resistencia y de reacción muy fuertes. Lo que ocurre es que ahora también os ha tocado de lleno a vosotros, que siempre veis el mundo desde arriba. Para salir de estas crisis hace falta no rendirse, confiar en las propias posibilidades de supervivencia y no olvidarse de los demás. No nos olvidéis”.

Sudáfrica acumula más de la mitad los casos documentados y muy de lejos le siguen otros como Ghana, que cuenta con más de 40.000 personas afectadas y 215 muertes reportadas. En 2012 viví muy de cerca la realidad de un hospital de una localidad rural de Ghana, Ada, a unos 110 kilómetros de la capital, Accra, y desde entonces mantengo el contacto con su director y algunos de los profesionales de la salud que allí trabajan; y también con algunos pacientes que allí se tratan sus dolencias. Pasé mucho tiempo en la capital, viajé por todo el país -y por los vecinos-, conociendo de primera mano los servicios sanitarios y la organización administrativa de un país que entonces se presentaba como un ejemplo de desarrollo para la región, con un sistema democrático consolidado, buenas previsiones para el crecimiento económico y una paz social asentada.

Desde que esta pandemia se instaló en nuestras vidas no he dejado de pensar en cómo les habrá afectado a las personas con las que conviví durante un año. No puedo imaginarme un confinamiento en hogares hacinados, con escasa ventilación, con temperaturas tremendamente altas y con niveles de humedad que alcanzan el 80% y convierten el aire en irrespirable. No puedo imaginar medidas de distanciamiento en las furgonetas desvencijadas que operan como autobuses irregulares, tro-tros, para desplazamientos diarios, ni en los taxis compartidos que paran cada 20 metros, ni en las canoas que se utilizan para cruzar, por ejemplo, el río Volta para ir al mercado, a la escuela o al hospital. Estos medios de transporte son comunes en muchos países africanos. Pensar en que puedan cumplirse los protocolos de desinfección es una fantasía.