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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

El Rocío, historia de una aldea que le debe más a la carretera que a la devoción

Antonio Morente

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La aldea de El Rocío, en el término del municipio onubense de Almonte, tuvo unos orígenes que no puede decirse que fuesen memorables. El enclave surgió mucho después que la ermita, fue poco menos que una zona marginal y su despegue definitivo no se produjo precisamente al amparo de la popular imagen de la patrona almonteña, sino que la cosa fue mucho más prosaica: el estirón lo dio gracias a la carretera que en los años 50 del pasado siglo se construye para facilitar el acceso a la playa en la que estaba empezando a nacer lo que hoy es Matalascañas. En esta cuestión, el turismo tuvo más fuerza que la fe.

Donde ahora se levanta una aldea en la que viven alrededor de 2.000 personas lo que históricamente ha existido ha sido la nada más absoluta. Aunque siempre ha habido vida en el entorno, hablamos de un paraje de marismas que nunca ha puesto las cosas fáciles para que surja un asentamiento, como efectivamente ha ocurrido durante muchísimo tiempo. Y ni la ermita ni la devoción alrededor de la Virgen del Rocío sirvieron de motor.

Las peripecias de esta zona se relatan ahora en El Rocío antes del alba, obra de los investigadores Juan Villa y José María Martín Boixo publicada por la editorial Niebla, que viene a ser algo así como un paseo por la aldea antes de que se produjera el boom rociero asociado a la Virgen y la consiguiente peregrinación masiva. Y una pista: el alba del título no tiene ningún componente devocional, sino que hace referencia a la carretera que ayudó a humanizar este territorio, la A-483. 

Hay que esperar hasta el siglo XIX

Explica Juan Villa que por estos lares han desfilado desde neandertales hasta romanos, pasando por tartesios y fenicios. “Siempre ha habido gente en una zona relacionada con la ganadería, yeguas y vacas sobre todo, pero nunca se forma un asentamiento sólido” hasta la primera mitad del siglo XIX, cuando hay algún que otro amago después de que familias almonteñas compren lotes de tierras aprovechando la desamortización.

Originariamente “hablamos de un paraje paupérrimo, en el que la gente no tiene donde caerse muerta”, de modo que los pocos que merodean “tienen una forma de vida muy primitiva” más propia de cazadores-recolectores. El terreno por tanto es “inhóspito e inhabitable”, con un punto traicionero porque “lo que hoy es un charco mañana está reseco, no puedes fiarte porque pasa rápido de marisma a secarral”. Así que no es hasta el siglo XIX cuando la cosa se organiza un poco y surge un grupo social más o menos cohesionado. Eso sí, “nace como una zona marginal” que en Almonte, a una quincena de kilómetros, conocerán como el barrio de El Rocío.

Una ermita desde la Edad Media

En este enclave existe una ermita desde la Edad Media, más o menos desde finales del siglo XIII. Estamos en las tierras de lo que fue el antiguo Reino de Sevilla, que venía a comprender lo que hoy son las provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla, y la ermita tiene su ermitaño con su familia, pero por allí no vive nadie más. “Durante siglos fue una isla en medio de la nada”, describe Villa.

La construcción originaria la destruye el terremoto de Lisboa (1755) y se erige una nueva que fue la que sobrevivió hasta la actual, que se construyó entre 1963 y 1969. Con todo, en el siglo XX entramos con un asentamiento en el que ya viven unas 200 personas, un modesto enclave de chozas sin mayor relación con el exterior “porque aquí no venía nadie”, sólo se animaba la cosa con motivo de una romería que entonces duraba un fin de semana.

La aldea recorre la primera mitad del siglo XX con pocas alteraciones, pese a que en 1919 se produce un evento que revitaliza la romería como es la coronación canónica de la Virgen. Surgen a renglón seguido las primeras casas de ladrillo, la mayoría de las propias hermandades, en un asentamiento en el que los hombres trabajan de braceros y las mujeres sí tienen un oficio: maestra, enfermera, carnicera...

La ruta de asfalto

Y entonces, ya en los 50, “se hace la carretera y es el momento del alba, El Rocío se conecta con el mundo y la gente empieza a llegar”. “Aquello fue como los trenes en las películas del Oeste”, ejemplifica Juan Villa, porque hasta entonces “los habitantes de la aldea y la romería, que era muy episódica, iban en paralelo” y es a partir de ahora cuando se establece “una actividad permanente con respecto a la devoción”. 

“La carretera se hace para conectar con la urbanización de Matalascañas y traer al turismo”, que se convierte en el motor de unas tierras que nunca fueron buenas para la agricultura. “Ahora hay fresas pero porque funcionan con otro sistema”, pero de la rudeza del entorno da cuenta que al amparo de la carretera se levanta una enorme plantación de guayules, una planta mexicana de la que se extrae caucho pero que no llega a arraigar. Sí tendrá más éxito la apuesta que impulsa Patrimonio Forestal del Estado, la implantación de eucaliptos para satisfacer las necesidades de madera.

Buena tierra para el ganado

“La agricultura aquí es un camino al fracaso”, de ahí que a lo más que se llega es a que las familias tengan un pequeño huerto para autoconsumo. La marisma sí ofrece pesca, plantas comestibles y patos, pero al final las tierras lo que se usan es para que paste el ganado. “Los primeros caballos que llegan a América son de Doñana, y de aquí es también la vaca mostrenca”, otro animal marismeño que es el origen de las populares vacas americanas.

Ya a finales de los 60 Doñana se convierte en Parque Nacional, un proceso no exento de tensiones porque va a alterar usos ganaderos y cinegéticos asentados, pero esa es ya otra historia. “El Rocío de hoy sí es más producto de la romería”, apostilla Juan Villa, lo que no debe hacer olvidar que el verdadero amanecer se produjo de la mano de un asfalto que tuvo más que ver con la devoción… por el turismo.

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