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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Un flâneur zaragozano en tranvía

Línea 5 del tranvía a su paso por el actual paseo de Sagasta.

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Sentado junto a la ventanilla del tranvía que me llevará hasta el extremo sur de la ciudad, releo un librito que recoge los artículos publicados en la prensa zaragozana, entre agosto y septiembre de 1905, por José García Mercadal. La recopilación posterior de estas crónicas, editada en 1908, se ofreció como guía a los visitantes de la Exposición Hispano-Francesa de aquel año, y es la que tengo en mis manos. Como señala su nombre, “Zaragoza en tranvía” describe aquella ciudad de principios del siglo XX desde el centro hasta sus límites, tomando las diversas rutas y paradas del tranvía como singladura. Hoy constituye un singular documento para conocer las transformaciones urbanas y el paisanaje social de entonces. Comienza el trayecto.

Una red moderna

La migración al tranvía eléctrico se completó en Zaragoza en apenas un año. En 1903 ya funcionaban las cinco líneas que desde 1885 lo hacían a tracción de sangre, después de que la empresa “Tranvías de Zaragoza”, de capital mayoritario belga, iniciará el proceso a finales de 1902. Esta renovación convirtió a Zaragoza en la sexta ciudad española en contar con un medio de comunicación urbano verdaderamente moderno.

Este transporte de masas fue la respuesta, en términos de movilidad, a la transformación de una ciudad agraria en una urbe cuya industrialización paulatina aceleraba su expansión. Si en 1900 la población de Zaragoza era de 99.118 habitantes, en 1920 alcanzó los 141.350, procedentes en su mayor parte de zonas rurales de la provincia. Estos datos explican el paulatino surgimiento en los extrarradios de áreas pobladas que se habían asentado junto a las fábricas y nudos ferroviarios. Las zonas de Miralbueno, Miraflores, Torrero y Arrabal precisaban de un plan urbanístico integrador y de una red de transporte que comunicara con el centro de la ciudad.

La electrificación de la red viaria mejoró el trasiego urbano de trabajadores hacia los centros de producción o a sus hogares, facilitando también el acceso a lugares de esparcimiento y ocio. El propio García Mercadal alienta al “pacífico ciudadano, poeta, pintor o cronista” a embarcarse en el tranvía como fuente de inspiración. Con ello invitaba al pollo urbano a curiosear las transformaciones de una ciudad que comenzaba a escaparse, en un fenómeno similar al del flâneur parisino 50 años atrás. De hecho, entre 1902 y 1904 el tranvía llegó a transportar entre 4,5 y 5 millones de pasajeros al año, alcanzando los 25 millones a finales de los años 20.

Caminos de hierro 

Como en otras ciudades, la aparición del ferrocarril constituyó uno de los elementos esenciales del proceso de industrialización en Zaragoza. La ubicación de las estaciones obligaba a habilitar transportes para aproximar pasajeros y mercancías a la ciudad o a los centros fabriles. En 1905 operaban en Zaragoza cinco rutas, descritas por García Mercadal en otros tantos artículos, más la ruta al Puente del Gállego cuya descripción se añadió posteriormente en la edición conjunta de 1908 al haber iniciado su actividad apenas dos años antes. El tráfico de todas ellas, excepto la prolongación desde Torrero al cementerio de la ciudad, quedaba centralizado en la plaza de la Constitución, hoy de España. Tres de estas rutas tenían su eje trazado de acuerdo a las necesidades ferroviarias.

La Línea 1 completaba el trayecto del Bajo Aragón (barrios de Montemolín y San José) hasta la estación de Utrillas, antes de Cappa, donde descargaban y partían trenes de mercancías desde las zonas mineras turolenses y Escatrón; y de pasajeros desde la Puebla de Híjar y Alcañiz. En la zona oeste, el tranvía 2 tenía como referencia las estaciones del Campo Sepulcro (paseo María Agustín) que enlazaba con los ferrocarriles de Madrid, Alicante, Pamplona y Teruel; y la estación de Cariñena, en el final del actual paseo de Teruel, ferrocarril de vía estrecha que servía de punto de llegada de productos agrícolas, especialmente vino. Una tercera de las rutas del tranvía, Línea 4, tenía como destino la primera de las estaciones que se instalaron en Zaragoza, en 1861, la llamada del Norte, en el Arrabal, lugar de partida y llegada de trenes para Barcelona, Lérida, Huesca y Jaca.

En el vientre del tranvía

García Mercadal abre su colección de artículos con una referencia a la “psicología del tranvía” reconociendo que “todos los objetos tienen su psicología”, una psicología, añade, que “no es otra cosa que los rasgos psicológicos de los viajeros”, pues “los que en él toman asiento préstanle un cierto matiz de vida”. El periodista observa que este medio de transporte condiciona la vida de los viajeros: “sus gustos respecto al asiento que suelen ocupar, las posiciones que adoptan (…) sus preferencias con relación a las líneas por donde suelen viajar, las horas en que suelen hacerlo, los gestos con que acogen la llegada de otros viajeros…

Esta mirada interna al propio vehículo de transporte y a quienes lo pueblan verifica hasta qué punto los artefactos modernos llaman la atención al dejar su impronta en los hábitos humanos, al tiempo que éstos les animan con su humanidad. Todo un anticipo de ese maquinismo y devoción por el objeto que abordarían las vanguardias artísticas y literarias en el primer tercio del siglo XX.

Las masas en el espacio urbano

Las reseñas de García Mercadal catalogan a los pasajeros y viandantes según el entorno. A la Línea 2 la describe como “un tranvía militar” por su recorrido vecino a los numerosos cuarteles que parcheaban el mapa de la ciudad. En las zonas industriales, al paso de las líneas del Bajo Aragón o de Torrero, contempla con mirada pintoresca a los grupos de obreros que vuelven del tajo.

El reportero no evita la crítica. Al toparse con la calle Escopetería, cerca de la plaza de toros, no duda en calificarla, con esa soberbia de señorito zaragozano, como “uno de los rincones más míseros de nuestra ciudad. Sus casuchas (…) habitadas por gentes desaseadas (…) son una vergüenza que sale al paso del viajero”. En ocasiones, el periodista no oculta descarada su antipatía hacia ciertos lugares, como el Arrabal, del que comenta que “nada invita a descender del vehículo.

Desde los ventanales del tranvía, el centro de la ciudad se muestra como un gran escaparate en tránsito: “algunos señores respetables leen los periódicos de la tarde en las sillas (…) por los andenes laterales pasan grupos de obreros que vuelven del trabajo, y algunos sacerdotes pasean en grupos de dos o tres, con lentitud de desocupados”. Con agilidad de caricaturista esboza el sedentarismo, la fugacidad o la cachaza que define a cada clase social. Nos presenta una ciudad en aparente calma pese a las diferencias, donde todos concurren y transitan sin conflicto.

El tranvía se convierte así, al compás de las masas en movimiento, en mirador desde el que anotar la realidad y construir una imagen de homogeneización y pacificación social: “este tranvía se democratiza una vez por semana, el domingo, como si presintiendo el advenimiento del poder popular quisiera comenzar su política de conciliación. Entonces el tranvía se llena de gentes humildes, laboriosas, endomingadas, gentes que trabajaron seis días para holgar el séptimo (…) el pueblo encubre las tristezas de una vida miserable”. Porque el tranvía, pese a todo, es también una cuestión de clases pues, al margen de ese espejismo dominical, “las preferencias de los viajeros por determinadas líneas así como las horas en que suelen usar el tranvía, dependen de sus ocupaciones.”

Aristocrático y popular

Si hay dos rutas que García Mercadal menciona con entusiasmo, a veces embobamiento, son las Líneas 5 y 6, correspondientes respectivamente a Torrero y al de Circunvalación que rodeaba el casco antiguo de Zaragoza.

A diferencia de las rutas de Arrabal y Bajo Aragón, a cuyos pasajeros Mercadal califica de “humildosa (sic) condición”, el tranvía de Torrero es caracterizado de “aristocrático” y a sus movimientos como los propios de una “señorita con botinas nuevas”. Esa señorita, claro está, es la alta burguesía zaragozana, que recién había instalado sus reales en el camino de Torrero, hoy paseos de Sagasta y Cuellar, cerca de sus fábricas, en hoteles, casas modernas y hasta modernistas. Con el derribo de la Puerta de Santa Engracia en 1904 se abrió la espita para urbanizar, y especular, la zona de expansión natural de la ciudad hasta el Canal Imperial. El tranvía fue un elemento clave en el diseño y estructuración del nuevo ensanche de la ciudad.        

El capítulo dedicado al tranvía de Circunvalación muestra lo mejor de la pluma de Mercadal. Calificado como “un tranvía democrático y popular”, el reportero logra una crónica impresionista y ágil, al ritmo del tranvía. Las hormigueantes faenas cotidianas se van sucediendo a medida que pasamos de un barrio a otro: desde el Coso, con los tenderos tomando el fresco en “sus sillas de enea” bajo un mar de toldos agitados por la brisa, hasta el griterío del Mercado; pasando por el “tintineo del martillo sobre el yunque” en las Tenerías, o las lóbregas tabernas y cafés de la calle de Antonio Pérez, hoy Avenida de Cesar Augusto frente a las murallas. Una magistral sinfonía para una ciudad.

Y llegamos así al final de recorrido. Desciendo del tranvía frente a los montes de Valdespartera, en otra Zaragoza muy distinta a la de 1905. Alrededor zigzaguean patinetes portando cuerpos a la intemperie, sin el abrigo del viaje colectivo. Es, sin duda otra modernidad muy diferente.

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