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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Agua de abasto

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Siempre ha estado José Rosales en su islatura, habitando márgenes, que no al margen- y desde esa islatura no ha dejado de poner en entredicho a sus propios fantasmas, que al fin son los de todos cuando hay algo que se compromete con la textura del ser humano y el contexto que lo acuna, lo denigra, lo asila o lo celebra, que de todo hay.

En esta sala donde vuelve a recurrir a sus no formas, a sus continuos paseos nocturnos, como noctívago que va sorteando cada obstáculo y tropiezo que encuentra, sale de su puerta, por donde entró y, nadie advirtió su presencia.

Así de arte humilde es y actúa; no por lejos que este a veces de sí mismo, interpretándose, porque al preguntarse por las más traviesas paradojas de la realidad, se response y nos responde con este discurso en el que no hay pretensiones intelectuales leales a ninguna causa y consiguientemente ajena a todas, menos, claro está, a las que le van en su ADN ; su contexto geográfico, su tradición artística, la historia del arte y la política entendida como la apropiación de la común, que al ser común deja de apropiarse y es en préstamo comunitario.

Con esta muestra y otras que le han antecedido, la Casa Museo León y Castillo y después de la fructífera trayectoria cultural de Antonio María González Padrón, ahora bajo la dirección de Frank González, especialista en la materia y que llega de centros emblemáticos como el CAAM  y la Casa Museo Pérez Galdós, da cabida a propuestas                                                                                                                  arriesgadas y frescas, contemporáneas al momento crucial que vivimos y padecemos y apuesta por la respuesta comprometida y social.

Las enormes imágenes que se balancean sin que muévanse de su sitio, porque tienen su lugar en la sala, habitaciones marcadas como el añil de las casas, con su márgenes y sus esquinas, con sus  culminaciones de augurios y cantos hospitalarios, no obstante también atractivos y sugerentes como para atrapar en una mantra de lava a todo el que se adentra en esta orilla y se halla con su conciencia cuasi alterada porque aún el blanco y negro, el pañuelo ancestral, la vestimenta talar sabia nos indica, eso me parece, que asumo con total impunidad lo que el artista me quiere decir y que no disimulo: esta realidad se construye delante de uno mismo y no hay enfoque peor que el acercamiento que deforma y no la distancia que exilia y hace naufragar, pero también pensar y reflexionar si no será acaso este exilio insular-de una isla a otra que, es su trajín entre atarecos figurados y “jallados” y quizás porque son las Orientales –y este es otro guiño- y porque son las más áridas, duras de corteza y extrañas como Lanzarote y Fuerteventura.                                     

En un video que se reproduce continuamente van cayendo gotas como relámpagos y en cada gota que salpica, se abre la sencillez de los haikús de Saro Hernández, que va desgranando en tres frases las distintas formas que tiene la salpicadura de restaurar el chispazo que la produce y que la hace tangible en las manchas de la pared.

Como comenta el comisario de la muestra Tomás Pérez -Esaú, en la hoja de presentación: “Hernández y Rosales juegan, seguros y a salvo, en un tablero situado fuera de las coordenadas del tiempo…”

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