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El cortijo del alcalde

Francisco Pomares

Las Palmas de Gran Canaria —

No soy yo muy de banderas: la historia nos demuestra que su fuerza no está tanto en lo que unen como en lo que enfrentan, pero comprendo que para muchos ciudadanos -probablemente para la mayoría- la bandera es un símbolo de enorme trascendencia y emotividad. A fin de cuentas, la bandera es la representación de la tribu, y cuanto más grande es la tribu, más grande es la bandera. Por eso, en materia de banderas, en esta región las hemos tenido de todos los tamaños: las pequeñísimas banderitas del Día de la Cruz Roja, que son solaperas; las muy pequeñas de los coches oficiales, que estuvieron de moda en el parque móvil cuando la política se respetaba, y que hoy sólo se ven en los transportes militares; las medianas que se colocan en los chiringuitos y las fiestas de los pueblos, dónde conviven en alegre compañía y sin conflictos las de todos los colores; las oficiales, siempre tan formales y soberbias ellas; y las banderas enormes, modelo Soria-king-size, que ahora parecen andar de mástil caído, porque cuesta lo suyo mantenerlas ondeando.

Pero al margen del tamaño, las banderas son noticia hoy porque el alcalde de Arrecife, el nacionalista Manuel Fajardo, ha protagonizado un nuevo y periférico episodio de la guerra de banderas que contagiaba todos los veranos el País Vasco, hace ya algunos años. Fajardo decidió sumarse al cincuentenario de la creación de la bandera canaria con las siete estrellas (la que llaman ‘independentista’, para entendernos), colocándola en el mástil del Ayuntamiento sin encomendarse a nadie. Y resulta que en el Ayuntamiento no pueden ondear otras banderas que las oficiales, y además eso tiene su lógica: porque sustituir una bandera oficial por otra no oficial puede constituir, además de una imposición gratuita a las mayorías, un delito. No parece serlo cuando el objetivo de esa sustitución es de carácter cultural o para reconocer un hecho concreto. Algún Ayuntamiento ha hecho ondear banderas no oficiales junto a las oficiales en ocasiones o eventos específicos, y no siempre sin polémica. El ayuntamiento de Santa Cruz hizo ondear en su día las banderas arcoiris del movimiento de liberación homosexual, y eso provocó algún rechazo en sectores de la población contrarios a la integración homosexual. Pero lo de Arrecife es otra cosa: Fajardo ha sustituido la bandera canaria de todos –la del Estatuto de Autonomía- por la tricolor de las siete estrellas, que –dicho sea de paso- es también la bandera oficial de su partido. Lo ha hecho, según dice, para honrarla en el día de su 50 aniversario. Si lo hubiera hecho como una manifestación de respeto cultural, junto a la bandera canaria oficial y con el consenso del resto de las fuerzas políticas de Lanzarote, me habría parecido hasta bien. Pero no es el caso: Fajardo eligió provocar a los electores no nacionalistas, y le falto el respeto a sus ciudadanos. Ya les dije que a mí no me conmueven ni asirocan estas cosas: como si hubiera colgado una camiseta del Barsa, que también es muy digna de respeto. Pero él es el alcalde de todos y el mástil se paga con el dinero de todos, de los nacionalistas y de los que no lo son: si quería honrar los cincuenta años de la bandera cubillista, podía haberla colgado en el balcón de su partido, o en el de su domicilio particular.

A pesar de que su decisión podría constituir un delito, yo creo que tampoco hay que sacar las cosas de quicio, y que sería suficiente con que pidiera disculpas a los vecinos por usar del Ayuntamiento como si fuera su personal cortijo. Y ojito: porque se empieza haciendo lo que le da a uno la gana con los símbolos y se puede acaba haciendo lo propio con el presupuesto.

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