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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar
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A cubierto, que no escampa

Adolfo Padrón Berriel / Adolfo Padrón Berriel

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Si las políticas desarrolladas por el gobierno del PSOE generaron decepción en gran parte de su electorado por su incoherencia con el patrimonio ideológico que argumenta compartir con la izquierda, las que aplica y aplicará el PP no deben sorprender más que a aquellos votantes despistados que focalizaron su atención en la recurrente estrategia electoralista de la alternativa de cambio. Tal cambio, como es evidente, no existe, más bien se trataba de propiciar un relevo, de colocar un gobierno de refresco capaz de terminar el trabajo iniciado por sus antecesores, mientras se induce en la ciudadanía la pesimista y conformista idea de que no queda otra, de que “éste es el tiempo de los tecnócratas” que deben resolver la crisis a consta de aplicar medidas que suponen un esfuerzo “colectivo”, según los dos actores, ineludible -aunque ello se traduzca en la pérdida de derechos laborales y sociales considerados básicos en el denominado estado del bienestar y, justamente, según ambos, para protegerlo-.

Si ha existido alguna diferencia es que los primeros, probablemente, asumieron esta línea de gobierno aún a sabiendas de que generaba una importante fricción en el seno de su propia organización, al tiempo que un clamoroso rechazo social ?se vieron obligados a aceptar el imperativo, según justifican-; mientras para los segundos, la alternancia en el poder ?ya les tocaba- les brinda la posibilidad de desarrollar con alegría y convicción, cortésmente contenidas, esas mismas políticas que forman parte de su ADN ideológico, frente a una ciudadanía aparentemente derrotada y además, con la legitimación que le otorgan, formalmente, las urnas.

El discurso no ha cambiado en demasía: “la crisis, la amenaza de la recesión, la presión de las primas de riesgo, ?, obligan a austeros ajustes económicos, a dictar medidas de sacrificio tan impopulares como inevitables”, afirman. Congelación del salario mínimo interprofesional y de los salarios de los empleados públicos, subidas del IRPF y del IBI son las primeras medidas urgentes adoptadas por el gobierno del PP para acometer esa magnánima tarea de reducir el déficit. Más granizo sobre las ya vapuleadas cabezas de los de siempre porque esas medidas afectan, directa o indirectamente, a muchos aspectos de la vida de los sectores sociales más castigados por la crisis y apenas tienen incidencia sobre las solventes economías de la minoría acomodada y protegida por el sistema. Eso sí, como compensación se asegura la actualización de las pensiones al 1% -el IPC alcanza el 2.4%, pero queda muy bien eso de la “actualización”-.

Por si alguien se persignó y suspiró con alivio pensando que podía haber sido peor, nuestro flamante ministro de economía nos anunció, a los pocos días, que formalmente ya estamos en recesión, que además descubrieron un importante déficit en la contabilidad de la Seguridad Social y que, para colmo de calamidades, se haría necesaria una nueva operación de rescate de nuestra banca ?al menos 50.000 millones de ?- como consecuencia del inasumible stock inmobiliario y claro, como una cosa lleva a la otra, la prima de riesgo sube inusitadamente, el IBEX 35 se desmorona y henos aquí nuevamente: “para generar la confianza que necesitamos, hemos de acometer medidas impopulares a la par que inevitables” y se nos prometen nuevos recortes de la inversión pública, nuevas reducciones salariales, aumentos de jornada laboral, profunda reforma laboral, posibles privatizaciones, así como intervención del estado sobre las autonomías para controlar sus presupuestos.

¿Tendrá algo que ver el pasado del ministro De Guindos en Lehman Brothers, compartido con sus homólogos de Italia y Grecia, con esta peculiar estrategia de trabajo? Cuando menos resulta descaradamente sospechoso que a la dirección del barco para sacarnos de la crisis se haya colocado, en diferentes países, aparentemente por las buenas o directamente por las malas, a individuos que se formaron y crecieron al amparo de una sociedad financiera responsable en gran medida del origen de esta crisis global, al menos en lo económico, como lo fue Lehman Brothers con el pufo de sus “créditos subprime”.

Escuchar a este gobierno, con gran teatralidad por cierto, pedir paciencia y fe a la ciudadanía y prometer que “todos los esfuerzos colectivos que tendremos que realizar se traducirán, al final de la legislatura, en la recuperación de una España rica y próspera”, si no fuera por la gravedad de las circunstancias que vivimos, produciría sarcasmo.

Las agencias de calificación de riesgo (eficaz instrumento de chantaje político) responden a las medidas anunciadas por el ejecutivo del señor Rajoy con una nueva rebaja de la valoración de nuestra solvencia, al igual que a otros ocho estados europeos. En lugar de revolverse y revelarse frente a esta espiral sin freno, nuestro gobierno explica que debe avanzar en la aplicación de más medidas anti-déficit (reducción de la inversión pública y recortes de los servicios esenciales) y en el desarrollo urgente de una nueva y profunda reforma laboral (más precarización del empleo, menos seguridad jurídica para los trabajadores y evaporación de la negociación colectiva) justamente en el estado de la Unión Europea que más reformas laborales ha aplicado en los últimos decenios, trayendo como consecuencia una insoportable desprotección de la clase trabajadora, como demuestra, por poner un ejemplo, la facilidad con que crece el desempleo en nuestro país, de manera sistemática y creciente, en cada situación de crisis económica.

No resulta fácilmente entendible qué clase de “Sociedad del Bienestar” se pretende salvaguardar si en el camino para lograrlo es necesario renunciar a derechos tan básicos como el de un trabajo y una remuneración decentes, una alimentación suficiente, una vivienda digna, una educación y una sanidad públicas y universales de calidad, el funcionamiento de servicios sociales, el acceso a una información veraz y libre, el disfrute del ocio, la participación democrática, la gestión colectiva del patrimonio público, ? Más bien parece, a juzgar por su efecto práctico, que las medidas acometidas, por unos y por otros, nos condenan a sufrir un paulatino y feroz deterioro de nuestra calidad de vida y un retroceso sin precedentes en las conquistas sociales alcanzadas durante los últimos siglos, mientras el síntoma aparente que se pretende curar (el decrecimiento de la actividad económica, el aumento de las tasas de desempleo, la disminución de consumo, la desconfianza en el sistema, ?, la crisis en definitiva) no sólo no remite sino que se manifiesta con redoblada virulencia.

Toda crisis debe suponer, en sí misma, una oportunidad de construcción de un nuevo orden de cosas, un nuevo status quo, que partiendo de las disfunciones del sistema y de las incorrecciones de los métodos al uso, permita desarrollar un programa novedoso y alternativo, mediante una planificación a corto, medio y largo plazo, que no sólo consiga salvar en el presente los errores de partida, sino evitarlos en el futuro. Nada de ello parece estar ocurriendo: la clase política dominante pretende apagar el incendio de esta crisis global aplicando, incluso reforzando, los mismos criterios y principios que nos han traído hasta donde estamos y que, lejos de resolver el problema de fondo, lo agravan hasta un punto de absoluta insostenibilidad.

Asistimos, sorprendentemente impávidos, inertes, a un dramático ejercicio de perpetua huida hacia adelante en la toma de decisiones políticas. Cuantos más esfuerzos nos piden, cuantas más medidas “de choque” acometen para contener el déficit y tranquilizar a los mercados, más aumenta el desempleo, más empresas van a la quiebra y menos se activa la economía, pero en el camino vamos perdiendo soberanía, derechos y condiciones de vida y la estructura del estado, así como su administración y servicios públicos, se debilitan profundamente.

La conclusión resulta obvia: en el hipotético caso de que esta inercia consiguiera devolvernos a un nuevo periodo de crecimiento y desarrollo, la próxima crisis resultará aún más grave local y globalmente ?estamos al borde del punto de no retorno en relación al nivel de degradación medioambiental, los combustibles fósiles están prácticamente agotados, el injusto reparto de la riqueza somete a la inmensa mayoría de la población planetaria a la miseria y genera dramáticos conflictos, ?- y encima nos pillará más indefensos, como individuos y como pueblos. Para colmo, si la situación resulta poco esperanzadora a corto plazo, ni que decir tiene el panorama que legamos a las próximas generaciones a las que, directamente, consentimos que se hipoteque su futuro.

¿Dónde está la salida? Probablemente deberíamos empezar por dilucidar con claridad las causas del problema y, cada vez para más ciudadanos, se encuentran en el modelo de sociedad capitalista. En segundo lugar deberíamos plantearnos si ese modelo resulta viable, desde el punto de vista de si es capaz de garantizar la cobertura de las necesidades ?materiales e inmateriales- de la población actual y sostenible, desde el punto de vista de si es capaz de garantizar la supervivencia de las generaciones futuras, tanto a escala local como global. A poco que intentemos responder a estas preguntas, con sinceridad y con amplitud de miras, entenderemos que lo urgente no es tranquilizar a los mercados y recuperar la estabilidad financiera so pretexto de que de ello dependerá que volvamos a vivir un delirio colectivo de riqueza, porque no dejará de ser eso, un delirio, con fecha de caducidad muy próxima. Lo urgente es poner en marcha mecanismos de gobernanza ?locales y globales- capaces de planificar y dinamizar un nuevo modelo más justo, humano, viable y sostenible (desde luego ese modelo no se construirá a base de precarizar condiciones laborales ni de desmantelar servicios de protección social, sino con dispositivos de redistribución de la riqueza y de erradicación de la exclusión social, así como con la búsqueda de un equilibrio entre nuestras necesidades y los recursos que podemos utilizar para satisfacerlas). Si no tenemos perspectivas de futuro, su espacio lo ocupará el pasado.

¿Qué hacer mientras tanto? El dogma de la reducción del déficit no está teniendo efectos prácticos como medida anti-crisis y es que nunca antes se había planteado esta fórmula como solución inmediata a un declive económico; históricamente se ha recurrido más bien a lo contrario: los estados y su estructura administrativa se han robustecido para convertirse en el principal motor de recuperación, dinamizando la economía con mayor inversión pública y reforzando el funcionamiento de los servicios públicos. En muchísimas ocasiones se ha recurrido a la nacionalización de los medios de producción, así como de importantes empresas que operaban en sectores estratégicos, incluida la banca. Si bien es cierto que para aplicar esa estrategia se hace fundamental e ineludible aumentar las fuentes de ingreso y que ese objetivo se alcanza, en gran medida, incrementando la presión fiscal, no resulta presentable que se carguen las tintas sobre los asalariados, mientras que las grandes rentas y fortunas salen airosas gracias a subterfugios legitimados por el sistema para asegurar su continua evasión de impuestos. Se hace absolutamente imprescindible y moralmente improrrogable, aplicar una fiscalidad progresiva que garantice el cumplimiento del principio “quien más tenga que más pague”. En un país como España existen al menos 4.000 SICAV (Sociedades de Inversión de Capital Variable) cuya función práctica es evadir la presión fiscal. En la mayoría de los casos esas SICAV presentan una identidad falsa, pero no sólo se consiente, sino que en 2.010 se cambió la legislación para brindarlas. ¿Cómo se puede pedir a un obrero, a un profesor o a un profesional sanitario que acepte que su IRPF ascienda hasta el 22 ó el 25%, mientras las hermanas Koplowitz, por poner un ejemplo, cotizan al 1% amparadas tras una de estas sociedades?

¿Cómo es posible que no se actúe, de manera urgente y con determinación, contra el fraude fiscal a sabiendas de que, sólo en nuestro estado, se calcula que la hacienda pública deja de percibir 70.000 millones de ? anuales en este concepto?

¿Cómo no se actúa con contundencia frente a quienes han contribuido -lo siguen haciendo- a inflar la deuda pública para financiar faraónicos proyectos innecesarios o frente a aquellos que despilfarran ?o directamente malversan- los recursos públicos? ¿Cómo puede ocurrir todo esto, con absoluta impunidad para los responsables, mientras se nos intenta convencer de que debemos aceptar el copago de la sanidad pública o el despido de miles de profesores como medidas absolutamente necesarias para reducir el déficit?

La clase política dominante no contempla estas cuestiones en su guión de trabajo. Ni se plantea realizar una planificación a corto, medio y largo plazo para alcanzar un nuevo modelo viable y sostenible, ni se plantea otras fórmulas para contener la crisis que las que dictan los mercados, pero nos tienen muy bien cogidos si han conseguido nuestra resignación y apatía, nuestro derrotismo. Nos tienen donde nos quieren si somos nosotros mismos, la propia ciudadanía, quienes nos amordazamos y renunciamos a desarrollar el papel activo que nos corresponde, sepámoslo o no.

Sólo desde el empoderamiento de los pueblos es posible un cambio de rumbo en nuestras vidas y la planificación de un futuro digno y esperanzador para las generaciones venideras. Mientras esperamos a que las cosas cambien solas, a que vengan mejores tiempos, mejor ponte a cubierto porque de seguro que no escampa y van a caer a granizos como chuscos.

Adolfo Padrón Berriel

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