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Tras el demoledor impacto…

Salvador García Llanos

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Nos está pasando. En el camino de la normalización, vamos avanzando, lentamente, hacia horizontes de estabilidad, mejor dicho de cotidianeidad, también el periodismo. No solo son noticias del virus y sus consecuencias: también hay que ocuparse de otros hechos noticiosos, de actividades que se recuperan, de preparativos, de aplazamientos y de aniversarios. Si nos apuran, hasta vamos tejiendo las derivadas de la experiencia que ha significado ocuparse de la pandemia en tiempos de la pandemia. Que aún no se puede dar por finalizada, de acuerdo; pero que ya empieza a ser contemplada con cierto sentido de perspectiva. Y en algunos foros –escasos, eso sí- hasta se habla de reconstrucción. Hay que ocuparse de ella.

Veamos algunos ejemplos: el consumo de información. Ha aumentado de forma extraordinaria a lo largo de los últimos meses. Ha crecido, especialmente, en los grandes medios. En concreto, en la televisión. Y de forma paralela, no debemos olvidarlo, en las redes sociales, donde se ha venido librando la batalla del radicalismo ideológico y de las noticias falsas. Los consumidores han compatibilizado el uso de los medios generalistas y más abiertos con el de los especializados y fragmentados, precisamente a través de las redes.

El confinamiento contribuyó a la televisión convencional a recobrar una iniciativa que ha ido apagándose o no existía a lo largo de los últimos años. Se notaba un esfuerzo de competencia. Es verdad que, a medida que avanzaba la pandemia, mucha gente se hartó y prefirió consumir productos alternativos, como series emitidas en plataformas. Pero no puede negarse que la información resultó ser el género más seguido. Ruedas de prensa completas, vigencia del directo, informativos con amplia utilización de las videollamadas… Los grandes programas de espectáculo o la producción de series se vieron interrumpidos. Hubo que recurrir al videoarchivo y rescatar con probada frecuencia. Y hasta los magacines terminaron introduciendo testimonios o tratamientos de hechos de alguna manera vinculados a los estragos del virus.

Los analistas apuntan que, en el fondo, esa fue la salvación pues la publicidad tendió a la baja y las cadenas a duras penas mantenían los costos de una programación convencional. El sector de la producción de programas y series en televisión intenta salir de los bajo mínimos pero le costará muchísimo. Que se tenga en cuenta, además, el éxito comercial de las series, al no depender de la publicidad sino del abono directo de los usuarios. No se conoce, por ahora, alternativa española al que resulta ser uno de los negocios impulsados por la emergencia sanitaria mundial.

Otro ejemplo: la eclosión de las redes sociales. Incontenible. Señala el crítico José Miguel Contreras que “la extensión de su capacidad de interconexión tiene un grave inconveniente: el descontrol absoluto de los contenidos”. La proliferación de campañas de intoxicación organizadas no solo es evidente sino que se sucede a ritmo de vértigo. Para colmo, nadie quiere hacerse responsable de lo que aparece, con fines perversos, malintencionados, y con fraseología despectiva o insultante. La aportación a la contaminación informativa tiene mucho peso y abona la teoría de Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas: “El azote de la desinformación”. Sirva este dato: el último estudio realizado al respecto por el Pew Research Center, en Estados Unidos, concluye que los ciudadanos que se informan prioritariamente por redes sociales “son los que menos saben sobre la evolución de la COVID-19 y más de la mitad de ellos (57%) son conscientes de acceder cotidianamente a datos falsos sobre el asunto”. Es tremendo.

Habrá que seguir ocupándose de estas repercusiones en los medios. Prensa y radio también acusan la crisis de la publicidad. La debilidad del mapa mediático es evidente.

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