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El experto

Alexis Ravelo

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El experto es un librepensador, opina con independencia. Curioso es, por tanto, que su criterio coincida con tanta frecuencia con los intereses de los políticamente poderosos y de las empresas, más poderosas aun, del IBEX 35. O, más bien, de sus filiales locales, porque, sabido es, el experto es siempre de provincias. Le hubiera encantado ser un experto de capital del reino, pero allá triunfaron siempre otros, más cualificados o con mejores contactos. A estos, el experto los sigue con respeto y algo de envidia cuando escriben sus editoriales (mucho más influyentes que la columna de opinión que él mantiene en el periódico de su ciudad) o dan gritos en los debates de los medios generalistas (incomparablemente más espectaculares que esas tertulias de radio local a las que él acude sin cobrar).

El experto está formado e informado, por supuesto. Él mismo fue rojo un día muy lejano, cuando era más joven y romántico. Aunque quizá no fue rojo del todo. Quizá morado o rosáceo. En todo caso, leyó a Marx. Tres o cuatro páginas. Pero al final, Fukuyama tiene los pies más en la tierra, es más realista, no tiene nada que ver. Y los trajes de buen corte son mejores que los pantalones vaqueros, que oprimen y recalientan las gónadas (el experto es casi siempre hombre, vaya usted a saber por qué). Tiene siempre una ristra interminable de estadísticas, de cálculos del PIB, de índices de afiliados a la seguridad social. Siempre son grandes cifras que se refieren a grandes hechos, tomados de forma global. No le interesa saber cuánto empleo precario, cuántos hogares con la nevera vacía, cuántas humillaciones han de sufrir algunas personas (siempre minorías, siempre excepciones a la regla) para llegar a fin de mes. No le interesa, salvo cuando, claro está, ni sus propios datos consiguen ocultarlo. Entonces suele haber una explicación en la conducta previa de las propias víctimas, o una explicación global que suele remitir, en último término, a una coyuntura, una situación o un contexto económicos que hacen las veces de mano de Dios en su mundo de macrocifras cuyas fuentes jamás están acreditadas.

El experto salió de una facultad de Derecho, de Económicas o de Empresariales. En algún caso, de la de Ciencias de la Información. Pero, aunque no fuera así, su vocación verdadera es la Comunicación, así, con mayúsculas. Por eso no cesa de comunicarse y de comunicarnos cuál es su idea de cómo es el mundo o, al menos, de cómo no debe ser y, vaya por adelantado, el mundo nunca debe ser como lo ve la gente que no ha ido a las facultades a las que él fue ni conoce a la gente que él conoce.

El experto es un hábil polemista. Pero prefiere dejar su arsenal dialéctico para debates de altura y se limita a desarmar a sus adversarios con una sorprendente combinación de argumentos ad hominem, ad novitatem y ad verecundiam, dependiendo de la materia de la que se trate. Por supuesto, nunca duda. Que duden los demás. Él lo sabe todo. Si no lo entendemos será porque hemos sido presa de la vieja propaganda ideológica izquierdista. O porque somos tontos, directamente.

El experto nunca es de derechas. Siempre es de centro, moderado, de centro liberal, entendiendo que el adjetivo proviene de “liberalismo” y no de “libertarismo”, que tampoco hay que confundir las cosas, porque él cree en la libertad, pero no en el libertinaje. En el reformismo, pero no en los cambios porque sí. En la libertad religiosa, pero opina que es de rojos rancios creer que es el laicismo público el que la garantiza: en un mundo moderno, debería aceptarse con absoluta normalidad que hubiera crucifijos en los centros de enseñanza. En los derechos de las minorías, siempre que esas minorías sean influyentes. Y en el rey. Siempre cree en el rey. Siempre es mejor un rey que un presidente de la república. Porque, en el fondo, siempre es mejor lo heredado que lo elegido por la gente. El experto cree que la gente es estúpida y no hay que dejarla elegir. Es su convicción más íntima. Eso vaya por delante, aunque él lo negará siempre. Y si, por descuido, llegamos a adivinarlo, siempre tiene a mano una cita suelta de Platón, de Voltaire o de Ortega para apoyar su postura.

El experto opina siempre que los experimentos, mejor con gaseosa; que ya está el mundo lo suficientemente mal como para querer cambiarlo; que es una cuestión de responsabilidad personal y pública mantener nuestra democracia tal y como está.

El experto, eso sí, es moderno y usa las redes sociales. Ha sabido adaptar su lenguaje a los nuevos tiempos. No solo ha aprendido inglés, sino que ha sabido incorporar a su léxico los términos del correctismo para que no se noten su etnocentrismo, su amor al viejo orden, su defensa de los privilegiados, su machismo y su homofobia. Su miedo al otro, en suma, ese pavor que le produce quien es diferente a él.

El experto cree en la legalidad. La invoca siempre. Cualquier iniciativa, cualquier medida, cualquier forma de adelanto social ha de estar de acuerdo con las leyes, que son inviolables, intocables, irreformables. Cosa que le viene muy bien, porque en una selva de leyes es muy fácil ocultar la injusticia. Cuando se le dice que la sociedad siempre avanza dos pasos por delante de las leyes, que son estas quienes deben adaptarse a ella, y no al contrario, el experto se enerva siempre un poco (solo un poquito) y vaticina el caos.

Por supuesto, el experto es muy crítico con los políticos. Sobre todo con aquellos que le negaron la posibilidad de hacer negocio con lo público y con los que no han favorecido a las empresas a las que está vinculado, laboral o familiarmente. Hay algo que no he dicho sobre el experto: siempre tiene algún negocio en la manga. Acompañado o en solitario, siempre opta a algún concurso, a alguna concesión, a un plan de comunicación y eso solo lo saben quienes leen la letra pequeña de los boletines oficiales y los otros expertos (los expertos son legión), quienes jamás lo dirán en público, pues el expertismo goza un oculto corporativismo a prueba de bomba hasta que llega el día en que alguno de ellos es imputado de rebote junto al político imputado de turno. Entonces, los expertos lo devoran, porque, para garantizar su supervivencia, las jaurías han de cebarse indefectiblemente con sus elementos más débiles.

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