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Sin implicación social, no habrá igualdad

María Nebot

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Nos hemos acostumbrado a convivir con el machismo que solo escenificamos la alerta cuando se manifiesta en su forma más violenta y suma a otra mujer a las estadísticas de asesinadas, o cuando toca, los días internacionales de conmemoración, como este 25 de noviembre. Entonces sí, guardamos minutos de silencio y los medios de comunicación abordan el tema, les dedican minutos y páginas, reportajes, entrevistas, programas monográficos… para volver a guardar silencio hasta la próxima víctima mortal. Lamentablemente esta realidad no es discontinua, arrastramos un problema de graves dimensiones todo el año. Que en pleno siglo XXI, y más en este lado del mundo, maten a una mujer por el sólo hecho de serlo, retrata la baja condición moral de la sociedad que habitamos, refleja la escasa calidad democrática de la sociedad que construimos.

En 1999, Naciones Unidas declaró el 25 de noviembre Día Internacional de la violencia contra la mujer. En el Estado español se dispone de cifras oficiales a partir del año 2003, que señalan un total de 865 mujeres asesinadas, según la definición de violencia de género que recoge la legislación estatal. Treinta y nueve, en lo que va de 2016, dos de ellas en Canarias, una en Gran Canaria y otra en Tenerife, además de otras cuatro que están aún en investigación o quedan fuera de la ley. En Canarias, entre 2003 y 2016, las cifras del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad señalan un total de 54 asesinadas, 22 en Las Palmas y 32 en Santa Cruz de Tenerife.

La violencia machista, si bien hunde sus raíces en el sexismo, como ocurre con la homofobia o la transfobia, es una violencia específica contra las mujeres, por el mero hecho de serlo. Las cifras son alarmantes, pero el fenómeno sería igual de detestable aunque contabilizara una única muerte, sin olvidar el dolor y enorme daño emocional y psicológico que ocasiona en los entornos familiares, especialmente en menores.

En 51 años, entre 1960 y 2011, los atentados de ETA costaron la vida a 829 personas, cifra inferior a la acumulada por la violencia machista en solo 14 años, 865. La comparación podría invitar a la equiparación de los fenómenos, pero creo que ayuda poco considerar el machismo como terrorismo. Éste no es una acción coordinada contra el Estado, carece de propósitos políticos y tampoco pretende invertir ninguna relación de poder. Equiparar la violencia machista con el terrorismo, no ayuda a reconocer su singularidad y precisamente, del conocimiento y reconocimiento de la singularidad de la violencia machista depende en buena parte las medidas que se adopten para contrarrestarla, siendo medidas éstas que tienen que ir dirigidas al conjunto de la sociedad.

Más que interpretarlo en clave terrorista, habría que sumergirse en los mismos cimientos de lo social, donde anida el sexismo y la discriminación. Estamos hablando de comportamientos muy arraigados, que impregnan eso que se ha dado en llamar “inconsciente colectivo” y que desata su ira también contra aquellos hombres que no se sujetan al patrón binario establecido.

Precisamente por impregnar todos los rincones del espacio público y privado, por presentarse en todas nuestras formas de relación e incluso de representación, el machismo no puede afrontarse como el terrorismo, para acabar con sus asesinatos no basta un pacto de Estado, negociaciones políticas o medidas policiales. Este problema precisa de mecanismos de coordinación con garantías financieras que impliquen a todas las administraciones en educación, dependencia, sanidad, empleabilidad, condiciones laborales.

Aún así, para llegar a todos los espacios en los que se manifiesta y reproduce el sexismo, no son suficientes las iniciativas institucionales. Hay que propiciar la implicación ciudadana, generar espacios de igualdad que afronten de forma activa esta lacra vergonzosa en una sociedad del siglo XXI, pretendidamente democrática. Es necesario reformular el reparto de tareas y los cuidados, la educación, las relaciones laborales… que sitúan a las mujeres en una posición de salida profundamente desigual para su desarrollo social y su independencia económica.

Últimamente se han activado las alarmas por las cifras de denuncias entre la población juvenil. La gente joven está hoy más preparada que nunca y es mucho más consciente de la necesidad de convivir en igualdad. Es precisamente esta conciencia y la abundante información que manejan la que está en la base de la visibilización y el aumento de las denuncias, tanto jurídicas como en el ámbito escolar y familiar.

Así las cosas, no podemos dejar de reflexionar sobre el incremento de las conductas de control en las relaciones juveniles. Más allá de los discursos y la información, están los aprendizajes asimilados a través de la imitación. En la medida en que las nuevas generaciones siguen creciendo en espacios sexistas, poblados de comportamientos discriminatorios, donde se legitiman y potencian los sentimientos de propiedad como expresión indisoluble de los afectos, continúan reproduciendo estas formas de relación. Con todas las potencialidades de las nuevas tecnologías –chats, geolocalizadores, redes sociales-, el poder y los efectos del control que ejercen se multiplican exponencialmente.

Es necesario continuar y potenciar la educación en valores, poniendo el énfasis también en la deslegitimación de la violencia para la resolución de conflictos. Más allá de los medios y los espacios, los valores igualitarios y democráticos permitirán que la ciudadanía se desarrolle en libertad, con respeto a la diversidad y en igualdad de oportunidades.

En definitiva, un problema como desactivar el sexismo, tan arraigado en todas las capas y ámbitos de nuestra sociedad, necesita una respuesta coordinada, igual de múltiple, multitudinaria y multidisciplinar. Sin la participación de todo lo social: instituciones, agentes sociales y ciudadanía, no será posible acabar con la lacra social que supone la violencia contra las mujeres.

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