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El ingreso mínimo vital: una iniciativa para celebrar

Carmen Estévez González

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El pasado 1 de junio, se publicaba en el BOE el Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo, por el que se establece el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Pese al elevado nivel de producción normativa de estos últimos tres meses y al recurso, casi siempre censurable y censurado, a la fórmula del Decreto-Ley como instrumento regulador, en esta ocasión puede pasarse por alto el continente para centrar las miras en el contenido: la articulación y reconocimiento como derecho subjetivo, dentro del nivel no contributivo del sistema de Seguridad Social, de una prestación económica que protege a las personas que carecen de recursos básicos. En esto consiste, en esencia, el IMV, una medida tan esperada como esperanzadora en la lucha contra la pobreza y la desigualdad cuyas elevadas tasas en nuestro país resultan, sin duda, indecentes. 

Vaya por delante que, como defensora y postulante de una Renta Básica Universal,  reconozco que el IMV es algo, cuantitativa y cualitativamente, distinto y que la reciente implantación de éste no supone, ni por asomo, un primer paso en el camino hacia la consecución de aquélla. Aún así, y admitiendo ciertos excesos y defectos del citado Decreto-ley y consciente de las limitaciones y deficiencias que, a priori, pueden predicarse del IMV, considero que el conjunto de la ciudadanía debe congratularse de su incorporación al elenco de prestaciones de la Seguridad Social. Y es que, nunca como hasta la aprobación del IMV y la consideración de la pobreza como contingencia/situación de necesidad a la que este sistema debe dar respuesta, se ha estado tan acertado en el intento de hacer efectivos el mandato contemplado en el art. 41 de la Constitución y la trascendental cláusula del Estado Social  del art. 9.2

Mucho se ha dicho y escrito sobre la pobreza como expresión de una realidad socio-económica, padecimiento personal o lacra colectiva de acelerada expansión, causa o consecuencia de diversos fenómenos o circunstancias  o manifestación de la desigualdad, por citar algunas perspectivas. Se trata de un concepto cambiante y polémico, de difícil aprehensión que da cuenta de su carácter poliédrico, múltiple etiología y considerable tendencia a reproducirse, en nuevos espacios y con nuevos perfiles.  

De ahí que, como señalara DEMETRIO CASADO, pionero en su estudio y profundo conocedor del tema, “pese a ser un hecho permanente y ubicuo,…, los profanos tengan un pobre concepto de la pobreza,”. No obstante, parece existir un cierto consenso en que lo que define a la pobreza es, precisa y fatalmente, que en ella se acumulan las carencias, conduciendo a las personas y familias a condiciones de vida consideradas no aceptables.

Es en este contexto en el que, partiendo de experiencias previas y de rigurosos análisis -que arrojan datos tan escalofriantes como un 26% de menores de 16 años viviendo en hogares con ingresos inferiores al umbral de la pobreza- se apuesta por la implantación del IMV. Su creación y puesta en marcha constituyen, además de un imperativo de justicia social, una asignatura pendiente en la cobertura social de las situaciones de necesidad padecidas por quienes cuentan con recursos insuficientes o, directamente, carecen de ellos.  

El que se atribuya el origen y proporciones actuales de esta realidad, en buena parte, a las deficiencias de las políticas sociales no es una acusación gratuita. La reducida adaptabilidad de los sistemas de protección social, el letargo e inacción de los poderes públicos y la limitadísima capacidad de reacción de las Administraciones Públicas, en sus diferentes niveles competenciales y territoriales, los hacen responsables, por acción u omisión, de los índices de pobreza alcanzados en las últimas décadas.

Del IMV puede predicarse que es una medida simple para una realidad compleja. Por su parte, del Decreto-Ley 20/2020, con sus antecedentes, su proceso de gestación, aprobación y posterior convalidación, el entramado normativo e institucional implicado y el difícil contexto económico, social y político en el que se publica, cabe apuntar que diseña un proyecto ambicioso y a largo plazo, pero posibilita un objetivo asequible e inmediato. Dicho en otras palabras y utilizando las del propio texto normativo, el IMV nace con el objetivo principal de garantizar, a través de la satisfacción de unas condiciones materiales mínimas, la participación plena de toda la ciudadanía en la vida social y económica, rompiendo el vínculo entre ausencia estructural de recursos y falta de acceso a oportunidades en los ámbitos laboral, educativo o social de los individuos. La prestación no es por tanto un fin en sí misma, sino una herramienta para facilitar la transición de los individuos desde la exclusión social que les impone la ausencia de recursos hacia una situación en la que se puedan desarrollar con plenitud en la sociedad.

Con todo y en lo que hace a su configuración, a pesar de la extensión de la norma que lo regula  (más de 40 páginas del BOE, con una amplísima introducción, a modo de exposición de motivos, 37 artículos y un elevado número de disposiciones, 24 en total, entre adicionales, transitorias, finales y derogatoria) el IMV es, ciertamente, simple y reproduce el ya conocido esquema de otras Prestaciones no Contributivas del sistema de Seguridad Social. Así, como ocurre con la asignación económica por menor o hijo a cargo o con las pensiones de invalidez o jubilación, el reconocimiento y concesión del IMV se condiciona al cumplimiento de una serie de requisitos: algunos específicos (por ejemplo, para el acceso a una pensión de invalidez, estar afectado por una enfermedad crónica o una discapacidad, en un determinado grado), otros comunes (tener una edad mínima o máxima, residir legalmente en territorio español con cierta antigüedad y carecer de rentas o ingresos suficientes). 

Además, en términos idénticos a las citadas prestaciones no contributivas, también el IMV está sujeto a lo que se conoce como prueba de necesidad: acreditación de que el solicitante individual o el conjunto de miembros de su unidad de convivencia no supera un determinado umbral de ingresos. Es, por tanto, imprescindible, que el potencial beneficiario justifique la carencia de rentas, recursos o patrimonio suficientes, fijados éstos en consideración a un umbral que, por lo general, coincide con el importe asignado a la correspondiente prestación. En el caso del IMV, se toma en consideración la capacidad económica del solicitante o de todos los componentes del hogar familiar, en cómputo anual y respecto al ejercicio anterior, para determinar lo que la norma llama “situación de vulnerabilidad económica”. 

Verificada ésta, el importe de la prestación del IMV dependerá, de un lado, del volumen total de recursos propios disponibles en el hogar de referencia y, de otro y como es sabido, del número de menores y adultos que conformen la unidad de convivencia;  en función de éstos, se aplica una escala de incrementos para el cálculo de lo que, conforme al nuevo marco normativo, se denomina renta garantizada. Para el presente año 2020, a ésta se le asigna un importe equivalente al de las pensiones no contributivas de manera que, en una situación de carencia total de ingresos, el IMV oscila entre un mínimo de 462 euros al mes, para un solicitante individual, y un máximo de 1015 euros, en unidades compuestas de cinco miembros, entre adultos y menores. 

Téngase en cuenta que, aunque quedan aspectos que deberán concretarse por vía reglamentaria, el importe del IMV puede experimentar cambios que comporten su disminución o aumento, ante circunstancias sobrevenidas que aconsejen su actualización por la entidad gestora. En relación con esta cuestión de la modificación y eventual minoración de la cuantía a percibir, debe llamarse la atención sobre un aspecto que no ha sido debidamente publicitado y ha podido pasar desapercibido: la compatibilidad del IMV con las rentas del trabajo o con una actividad económica por cuenta propia, sea del beneficiario individual o de algún miembro de la unidad de convivencia. En estos términos se pronuncia el art.8.4 del Decreto 20/2020, en consonancia con el propósito declarado de que su percepción no desincentive la participación en el mercado laboral. 

Sin perjuicio, por tanto, de lo que se determine en la regulación de desarrollo, se desmonta así la tramposa e inicua desnaturalización del IMV que lo presenta como una “paguita que fomenta la holgazanería”. Precisamente para evitar lo que los expertos en política social han llamado “trampas de pobreza”, deberán diseñarse unos itinerarios de inclusión social y económica,  adaptados y flexibles, que favorezcan la formación, el empleo y la participación y acceso a recursos y oportunidades a los beneficiarios del  IMV.

Desde esta perspectiva y al poner sus miras en estos objetivos a medio o largo plazo, el IMV evoca, teórica y potencialmente, el espíritu y los principios que inspiraron, hace ya más de dos décadas, los programas autonómicos de rentas mínimas o salarios sociales. Debe recordarse que las Comunidades Autónomas han sido pioneras en implicarse, sobre la base del título de legitimación competencial reconocido en el art. 148.1 de la Constitución, en la lucha contra la pobreza y la exclusión social. Fueron ellas las que, ante la aparición de nuevas necesidades sociales, intentaron poner en práctica estrategias ya postuladas en la Unión Europea, adoptando soluciones diferentes e innovadoras desde el ámbito de la protección social. Con el tiempo, estas iniciativas autonómicas se han revelado claramente insuficientes, inadecuadas o escasamente efectivas, habiendo sido, incluso, progresivamente desmanteladas. Como ejemplo elocuente y cercano, puede citarse el programa canario de Ayuda Económica Básica de cuyos cuestionables resultados da cuenta la tasa de pobreza en nuestro territorio, con un más de un 17% de canarios y canarias viviendo en hogares cuyos recursos no llegan a 500 euros mensuales. 

En cualquier caso y al margen del mayor o menor éxito de los diferentes planes autonómicos, esta andadura debe servir para detectar sus debilidades y fortalezas pero, sobre todo, para reflexionar sobre el papel que están llamados a desempeñar sus correspondientes Departamentos y Consejerías de Bienestar, Derechos o Servicios Sociales respecto al IMV. Cierto es que el Gobierno ha pecado de cierta torpeza, improvisación y falta de diálogo y entendimiento previo con las Comunidades Autónomas al regular el IMV. Pero, también lo es que se justifica sobradamente su precipitada implantación vía Decreto-ley, en momentos tan críticos como los vividos a partir de la declaración del estado de alarma, el pasado 13 de marzo. 

Lejos de resignarse a ser meras convidadas de piedra o de conformarse con participar en una absurda carrera por la asunción de mayores competencias en la gestión de las prestaciones, considero que las Comunidades Autónomas intervienen ahora en otra liga y, realmente, se la juegan; tras la aprobación del Decreto 20/2020, su función es de mucho mayor calado y no pasa, necesariamente, por reconfigurar o revisar sus prestaciones asistenciales para situarlas, respecto al IMV, como un mero plus de complementariedad o generosidad. La configuración del IMV como un derecho subjetivo a una prestación no contributiva del sistema de Seguridad Social debe servir de acicate para que todas y cada una de las CCAA redireccionen sus respectivas políticas sociales para, por ejemplo, intensificar la atención a los menores en hogares monoparentales o con progenitores con problemas de dependencia o privados de libertad. O bien para incorporar de manera más efectiva la perspectiva de género, la lucha contra la violencia machista o la protección de personas víctimas de trata de seres humanos y de explotación sexual. O, también, para garantizar protección y recursos a quienes no tengan acceso al IMV por carecer de hogar, domicilio o residencia legal o por no poder cumplimentar alguna obligación o trámite de los exigidos en la norma reguladora. 

A propósito de esto último -la tramitación del IMV y la presentación de solicitudes que puede hacerse desde el pasado 15 de junio- debe llamarse la atención sobre las dificultades ya advertidas y a las que, de hecho, están teniendo que enfrentarse los potenciales beneficiarios de la prestaciónl IMV. Y es que, con todas las ventajas de su tramitación telemática, resulta particularmente censurable que sólo se abra esta vía o que, hasta ahora, sea la única disponible, no sólo para formalizar la petición sino, también para aportar documentos o justificar requisitos. Si sólo la aplicación del simulacro es complicada, la efectiva tramitación de la prestación resulta ser una carrera de obstáculos para quienes, precisamente por carecer de todo tipo de recursos, resulta imprescindible una atención cercana, presencial e inmediata. Seguramente, ésta es la premisa que explica, en parte, el anunciado reconocimiento de oficio del IMV a 100.000 hogares, en los que viven más de 250.000 personas, la mitad de ellas menores de edad. La identificación previa de estos hogares así como la obtención de otra mucha información para realizar cálculos, mediciones, estadísticas, estimaciones de gasto, etc. es fruto del intercambio y cruce de datos de diferentes Administraciones y entidades. Así, para la localización y cuantificación de aquéllos se ha podido tomar como referencia, por ejemplo, las familias beneficiarias de una prestación no contributiva por hijo o menor a cargo, precisamente la única que es declarada incompatible con el IMV y a extinguir (art.16 y Disposición Transitoria Séptima del Decreto 20/2020)

Con todo, no nos podemos permitir que, en el actual contexto, la brecha digital y las medidas de distanciamiento físico derivadas de la crisis sanitaria constituyan una barrera adicional para quienes aspiran y tienen derecho a beneficiarse del IMV (en torno a 850.000 hogares, según estimaciones oficiales). De ahí el relevante papel de las Comunidades Autónomas pero, también, de las Corporaciones Locales, que en estos próximos meses deben coadyuvar en la implementación del IMV, incrementando esfuerzos y potenciando instrumentos de cooperación efectivos que posibiliten que dicha prestación llegue allí donde se necesita. 

Para concluir y por añadir argumentos para su puesta en valor. El IMV es una medida que, pese al clima de crispación, ve la luz precedida de un amplio consenso social. Su reconocimiento es una decisión mayoritariamente apoyada por la ciudadanía y por los partidos políticos, su implantación es fruto de la perseverante reivindicación de los sindicatos y de la encomiable labor e implicación de colectivos, entidades y profesionales. A partir de ahora, sólo cabe trabajar y comprometerse para que, con un buen desarrollo y una impecable aplicación, la norma sirva a su propósito: garantizar recursos y condiciones de vida dignas para que, en ningún hogar, la pobreza sea lo único que se herede. 

Será entonces cuando volvamos a celebrarlo.

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