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Manu Armitus in Capitolium

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La etapa final de la república romana, que acabó desembocando en el gobierno personalista de Augusto y de ahí el Imperio, pasó por diversos episodios delicados. Cada cual era más rocambolesco y tan solo venía a acrecentar la debilidad de un modelo político del cual se hacía evidente que no era eficaz, no tanto para satisfacer las necesidades de sus habitantes, sino para colmar las aspiraciones de acaparamiento del poder por parte de sus élites políticas. El intento de golpe de estado organizado por Catilina en el año 62 a.C. hizo comprender a los senadores romanos que era posible que un solo individuo pudiera reventar la república, movilizando para ello a sectores descontentos de la población. Conocemos de sobra la actuación de Cicerón a través de sus “Catilinarias”, y estoy seguro de que más de uno habrá evocado en alguna ocasión el famoso “Quousque tandem abutere patientia nostra”. Sin embargo, el episodio de Catilina y su trágico final no sirvieron de escarmiento para que otros individuos buscasen apoderarse del poder desde las propias instituciones del estado. A la sombra de Catilina, surgió en Roma otro sujeto que estuvo a punto de conseguir lo mismo que aquel, pero utilizando mecanismos diferentes. Si organizar un asalto a la sede del gobierno desde fuera siempre es más complejo, hacerlo desde dentro por medio de una labor espaciada en el tiempo, utilizando los cargos que se ocupan, aprobando leyes demagógicas que aseguren el apoyo del pueblo y demonizando a los adversarios políticos como enemigos del estado, puede facilitar el conseguir los mismos resultados. El personaje que estuvo a punto de conseguirlo se llamaba Publio Clodio Pulcro. De origen patricio, es decir, de las familias más poderosas de Roma, tras una trayectoria juvenil bastante mediocre en lo militar, decide utilizar la política para satisfacer sus propias ambiciones. Para obtener el apoyo del pueblo, cambia la forma de su nombre original (la familia Claudia era de las más antiguas de la Urbe) a Clodio. Además, desde los cargos políticos en los que gobierna realiza una actuación encaminada a eliminar a sus adversarios. Consigue nada menos que el exilio del propio Cicerón tras acusarlo de haber actuado de forma desmedida al condenar a muerte a los colaboradores de Catilina. Como dueño prácticamente de la ciudad, se dedicó a imponer sus decisiones ya no solo por medio de las leyes que conseguía aprobar en los comicios de la plebe, sino recorriendo la ciudad con una banda de matones, quienes por medio de la coerción física imponían su voluntad dentro y fuera del Senado.

Podemos imaginar que el que Clodio acaparase tanto poder en estos años no era solo resultado de su capacidad para conseguir el apoyo del pueblo. En buena parte se debía también a la falta de acción de los verdaderos poderes fácticos de la ciudad. Mientras Julio César partía para la Galia a realizar sus conquistas, los otros triunviros, Pompeyo y Craso, no se implicaron para limitar los excesos de Clodio. El peligro de dejar que la política sea dictada por individuos que no tienen escrúpulos y respaldan sus ideas con la violencia dialéctica o verbal, es que los límites se van desdibujando. De tal manera que tratar de encauzar la situación, acaba provocando estallidos desastrosos. En este caso, el final de Clodio en el año 52 a.C., vino de la mano de un rival político, Milón. En un enfrentamiento entre las bandas de cada uno de los políticos romanos, Clodio fue asesinado. Eso provocó que sus seguidores asaltaran la sede del Senado y organizaran allí mismo una pila funeraria. Milón fue condenado al exilio y de nada sirvió la defensa que de él hizo Cicerón, justificando que, ante la violencia, solo cabía defenderse con la violencia.

La república romana estaba herida de muerte. Quienes pretendían acabar con ella la asaltaban ya no desde fuera, como hizo Catilina o como habían intentado los galos cuando en el año 390 a.C. estuvieron a punto de entrar armados dentro del Capitolio (manu armitus in Capitolium, Cicerón, De domo sua). Ahora serán políticos quienes, desde el pleno ejercicio de sus magistraturas elegidas por el pueblo, tratarán de hacer lo imposible por no desprenderse de ellas. Si para eso tienen que liquidar la República, no dudarán en hacerlo. Si para conseguirlo, tienen que provocar una o dos guerras civiles, no les temblará la mano para ello. La historia nos lo enseña con los episodios de César y Pompeyo o el de Octavio y Marco Antonio. Pero lo que también nos cuenta la historia es que no podemos decir nunca que fuese una sorpresa que nadie se esperaba. Las señales se estaban manifestando desde días, meses y años antes. 

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