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Diez de once (sábado)

Diez de once (sábado)

Román Delgado

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Hoy he decidido convertirme en un atrevido y sacar pecho con una fórmula que no sé si será bien vista por todos ustedes. En el fondo me da igual. Con este diez de once asumo el máximo riesgo, que no el abismo. ¡Vamos…!

18.29: creo útil empezar por el final esta crónica tan personal y por eso el reloj marca esa hora. Estoy prácticamente a treinta minutos de que se inicien los aplausos de solidaridad y agradecimiento de todos los días, sin faltar ni una vez a la cita, desde que se puso en marcha la primera cuarentena. Mañana termina el primer confinamiento y empieza el segundo este lunes (más duro aún, ha dicho el presidente Sánchez con voz tristona esta misma tarde), sin descanso de por medio y que se espera (mucho más tras la última vuelta de tuerca) sea el definitivo, el final de verdad de la buena. No será fácil. El día se oscurece por última vez de forma tan temprana en esta primavera indefinida, que mañana, domingo 29 de marzo de 2020, el momento de la despedida a esta serie porque ya alcanzamos el once de once (y parecía que jamás se llegaría a él), el atardecer nos visitará más tarde, con retardo. Hay cambio de hora. Ni caso. ¡Qué más da cuando se está encerrado! Aquí no se mueve ni una mosca despistada y todo el mundo, la peña en su conjunto, debe estar digiriendo el anuncio extraordinario del presidente del Gobierno español: vamos a tener que ser más los que estemos confinados, como si ya fuéramos pocos. Más calidad a la reclusión. Así está el patio: tristón, muy tristón. Tanto como la terraza-azotea del duodécimo, a la que miro y en la que nada pasa. Hoy casi no ha habido actividad en la parte más alta del barrio de Duggi. Espero por la cita con la ovación urbana, por esta rutina alegre y triste a la vez. Esperen, esperen. Acaba de salir toda la familia. Los de enfrente siguen vivos. Ya sé que al maquinista de la pica-pica no lo veo más en la vida, que la construcción se para desde el lunes. Lloro.

18.20: voy camino del baño a hacer mis necesidades líquidas antes de llegar al ala sur de la casa, la zona donde habita el despacho y donde alumbra el teletrabajo. Luego, a las 18.29, me pondré a escribir ahí mismo. Les hablaré desde ese lugar, donde lo he hecho siempre todos estos días. Salí del edredón para ir al váter tras terminar una película para la familia. Me aburrí como una ostra, pero todos estábamos tan calentitos que daba gusto habitar ese momento largo. La escena me trasladó a la cama grande de mis abuelos: ellos viendo la tele, lo que yo elegía, que a eso me dejaban, bien colocados los viejos y yo al revés, casi comiéndome el televisor con mi cabeza de nano. Recuerdos maravillosos. Cuánto los quiero. Mis abuelos…

16.30: decidimos qué ver en la tele, qué poner de la oferta tan heterogénea de más de una plataforma. Al final cae un filme juvenil que veo a trozos porque el teletrabajo se pasa del ordenador al móvil medio roto. Hasta el culo. Así tengo previsto pasar unas dos horas, para luego ver qué se me ocurre y cumplir con el diez de once. Por ahora, y lo pienso a esa hora de la tarde, solo tengo a dos ruinas haciendo de las suyas en el parque muy desconocido de Viera y Clavijo, recinto callado como nunca antes lo había visto. Echo mucho de menos pasar por debajo de la gran ceiba.

14.40: el almuerzo se retrasa más de la cuenta por lo que se había ideado para las 12.00: sesión de limpieza y ejercicio físico, algo de gimnasia, por si hay algún despistado que no entiende de lo que va esto. La comida es la que ya se ha consagrado los sábados, no solo los del confinamiento, que suman dos. Comemos algo que nos gusta a todos y a mí ya me gustaba desde que era un canijo: arroz a la cubana plus, con todo todísimo; esto es, su huevo frito de corral, su arroz blanco, su salsa de tomate, sus papas fritas y sus salchichas pasadas por la sartén. Falló la barra de pan. Es al estilo Los Realejos, como siempre se ha hecho en casa. Primero mis abuelos y luego mis padres. Y que viva el colesterol. Total, para lo que hay que ver. Comer, charlar, respirar el aire que entra por el ventanal sur y mirar dos o tres veces hacia fuera para ver si pillan a alguien y lo reprenden. Hoy una pareja de polis nacionales manda a uno sentado en el parque y con su perro bailando tan tranquilo a casa. Les vino a decir: ande, ande, que se me está relajando mucho. A casa, ¡coño! Al estilo Tejero.

13.50: la casa está limpia y hay que salir a la calle. Salir a la calle, salir a la calle. ¿Quién se apunta? Digo yo y me toca. Bajo dos veces, pero no es porque la mierda nos saliera por las ventanas. No, qué va. Bajo dos veces para que Carlota primero y Teresa después, mis niñas, comprueben que la calle sigue ahí, también la consulta del veterinario, los contenedores para separar los residuos domésticos y la plaza de la infancia. Solo nos faltaba. Bajé, bajamos, y no había nadie. Bueno, sí: estaba un desconocido con su perro podenco esperando en el coche la orden de “entre usted, por favor”. El dueño del can estaba tan triste como el perro mismo. Por eso puedo decir que uno pegaba con otro. Qué cuadro, ay mi madre. 

11.50: organización máxima y cojo el palo del escobillón, la pala, los líquidos, la esponja y no sé cuántas cosas más. Siempre he sido de los que lidian con los baños. Un atrevido en la división familiar del trabajo, que así lo definió Karl Marx en El capital. Aplicando el modelo del materialismo dialéctico, a mí me tocó la parte más íntima de la casa. Y es la segunda vez que ocurre durante este no salir salvo que le eches imaginación sin pasarte mucho de la raya.

10.30: el ordenador debe pensar que algo ha pasado porque llevo dos semanas sometiéndolo a un estrés que no era el habitual desde agosto pasado. Se había acostumbrado a no tener que despertar rápido, a no tener que responder con la máxima velocidad. Ahora sí está engrasado. No le queda otra. Me engancho con el teletrabajo y estoy que si esto y aquello hasta que alguien me llama desde el fondo del pasillo. Yo en el ventanal oeste y el emisor en la parte sur del undécimo… “Ah, qué…” “Que si empezamos ya con la limpieza”. “Ah, claro… Vamos que no vamos”. Aparco mi actividad profesional-ociosa y salgo para el otro lado. Son las 11.50. Se activa la división familiar del trabajo.

9.40: no estoy seguro de si me he despertado a esta hora o ha sido algo más tarde. Por ahí tuvo que ser. Pese a los miles de relojes que hay por todos lados en la casa, ni me di cuenta de ese detalle. A esta hora no tenía ni puta idea de cómo iba a resolver mi reto del diez de once, el relato del 28 de marzo de 2020. Me levanto sin ganas, voy al baño, pis, aseo y lo de siempre como siempre bien atendido. Circuito hacia la cocina y salón y primer café de infinitos en este sábado. Qué tal, qué tal. Cómo va todo. Buenos días. Hola chicas. Y ya queda menos… Eso mismo para todos ustedes: ya queda menos.

6.45: me desvelo y pienso que la hora no es tan mala porque ya empieza A vivir en la SER, con Javier del Pino. Es mi programa preferido de la radio. Me digo que tampoco está mal. Me empeño en ver si doy alguna otra cabezadita y estoy en modo intermitente un rato largo, ahora un poquito de radio, ahora me duermo. Y así hasta las 9.40. No recuerdo bien la hora, que este detalle se me pasó.

Ya pueden empezar a leer lo que me pasó hoy al derecho, de abajo arriba.

Sean felices y no se asusten por la última decisión del Gobierno. Véanla como una medida diseñada para acabar con los más pícaros, que aún quedan. Así es más llevadera. Toda la salud y toda la suerte, que ya me tengo que colocar en las 20.15. Adiós.

Punto final a las 20.15. Me pongo en modo reposo.

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