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¿Romanos en la isla de Lobos? por Octavio Hernández

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Lo primero que el sentido común debería preguntarse es: ¿por qué precisamente romanos? ¿por qué se da el salto sin red para irse a los primeros siglos de la era, si han ocurrido muchas cosas en la isla de Lobos desde 1402 que podrían explicar mejor lo que se está sacando de la arena en la playa de La Concha? Si hay anzuelos de metal, ¿cómo ha obrado el milagro de que se hayan conservado durante 1.800 años bajo la continua acción de la salmuera marina, en el mismo borde de la pleamar y con una línea de retroceso cambiante de la línea de playa (fenómeno que ha permitido el hallazgo)?

No es difícil hallar fuentes escritas que nos conducen a un escenario distinto y alejado de las pompas de Roma. La más conocida es la referencia de Millares Torres a la expedición punitiva de la escuadra de Simón Lorenzo en torno al año 1537 contra los corsarios que se refugiaban en la isla de Lobos: “Cuando la pequeña escuadra llegó a la isla de Lobos, la encontró ya abandonada, destruidos los almacenes y barracas, incendiados los objetos de difícil conducción?” La identificación de Lobos como estación de corsarios es legendaria en toda la literatura canaria de piraterías. No sabemos de dónde saca Millares estos datos, pero tienen visos de realidad porque los recursos marinos de la isla se encontraban en explotación prácticamente desde que Gadifer de la Salle puso el pie en ella.

Gaspar Frutuoso dice a finales de ese mismo siglo XVI que los lobos marinos en realidad serían cazones o quelmes que se pescaban en abundancia en la isleta o isleo, que debe ser una explicación puramente especulativa, como otras de este autor, porque las focas se habían extinguido, pero sí es indicativo de una actividad pesquera concreta que no puede ser pasada por alto. La pesca estacional con estancias más o menos prolongadas en la isla de Lobos por pescadores majoreros, desde Corralejo, y lanzaroteños, desde Rubicón y Playa Blanca, parece haberse convertido en una tradición principalmente desde inicios del siglo XV hasta la segunda mitad del siglo XX, y no se puede dudar que el Puertito y la cercana playa de la Concha, donde se podía varar las barcas, fueron lugares elegidos para establecerse, de manera que la existencia de construcciones como las que menciona Millares parece responder a una descripción real, que ahora se vería confirmada con el hallazgo de toscas estructuras y paredes que serían los restos de facilidades pesqueras de almacenaje y habitación temporal, quizá las mismas destruidas por los corsarios.

El 13 y el 20 de enero de 1989 publicó en La Voz de Lanzarote Luis Moreno un trabajo sobre los antecedentes históricos de todas las construcciones del islote, describiendo la evolución de una población estable desde el siglo XIX que llegó a alcanzar el centenar de personas, dedicadas principalmente a la pesca y el marisqueo y residentes en chozas o casetas rústicas fabricadas toscamente con materiales de la propia isla, algunas abandonadas y luego reedificadas y otras ya entonces desaparecidas.

Más interesante es el hallazgo de varios concheros en el yacimiento, montañas de miles de conchas de moluscos diversos, que parecen haber sido separados deliberadamente por especies de una manera que demuestra una explotación selectiva. La elevación de concheros como estos seguía siendo típica en Fuerteventura y Lanzarote en la segunda mitad del siglo XX y somos muchos los que recordamos haber visto a las familias de mariscadores establecidas durante semanas en épocas de mareas largas o de temporal en ranchos de cuevas y abrigos de piedra erigidos en oquedades de la costa, hirviendo a diario en sus fogones lapas, mejillones, burgaos y canaíllas, de cuyos caparazones se formaban montículos blanquecinos de detritus calcáreos en los aledaños, aunque muchos desaparecieron en los años 40 y 50 porque se trituraron para convertirlos en abono, piensos o para fabricar losas y pisos.

Era esta recolección malacológica una práctica económica de producción doméstica de mercancías dirigida a la comercialización en conserva, en cuya preparación y circulación participaban de manera destacada las mujeres isleñas, un aporte cárnico de proteínas marinas que no sólo recorría los caminos de Fuerteventura y Lanzarote, sino se exportaba a los mercados portuarios de Gran Canaria y Tenerife. Para conservar los moluscos después de hervidos se hacía un escabeche a presión en botellas con vinagre y algún diente de ajo, separados por especies. Hasta hace pocos años, en algunos bares de Fuerteventura, por ejemplo en Tefía o Ajuy, todavía podíamos ver a la venta estas botellas, que muchos recordarán.

Es una prueba indubitada de que las familias de pescadores que mariscaban en la costa pasando en ella largas temporadas practicaban una selección en el procesado de las conservas, separando por especies para satisfacer gustos y precios distintos, que explicaría su acumulación en concheros siguiendo un patrón de clasificación para el envasado. Había incluso una división sexual del trabajo de recolección, donde los hombres cogían las lapas y los mejillones más inaccesibles, mientras se reservaba a las mujeres el burgao y la canaílla. En un interesante estudio etnográfico, la antropóloga Gloria Cabrera Socorro recorre el testimonio de las mariscadoras de La Graciosa: “Nosotras llegamos a ir a mariscá a Alegranza, y hasta las Islas Salvajes. Nos íbamos de viaje cuando iban a lo mejó un hermano o los padres de ranchería a pescá viejas y las lapas las secábamos al sol y hacíamos rosarios de lapas que le llamábamos, como collares, ensartándolas en un hilo y las vendíamos por kilos, y más antiguamente todavía se vendían por almudes, pero las lapas secas arrejundían poco. Como había poca venta, las teníamos que secar y así en rosarios las compraban la gente rica de Las Palmas, de Tenerife [...] Iba con mis primas o con las amigas, si la marea era temprano, llegábamos a salir de noche pa llegá a tiempo. Me acuerdo de ir pa'trás y estar esperando una hora a que aclareciera el día pa poder ver a mariscar. Después, cuando se terminaba la marea, lo traíamos y lo sancochábamos y volvíamos a salir a la otra marea y cuando volvíamos, a veces de noche, nos poníamos a sacar los burgaos. Me acuerdo de vení mi novio a hablá conmigo y ponerse a ayudarme a sacar los burgaos”.

En la isla de Lobos, José Rial, hijo de uno de los fareros de Lobos, en su novela Maloficio, publicada en 1928, que transcurre en el isleo evocando las vivencias de su familia, narra con detalle: “Teodora traía de La Oliva el correo del Torrero todas las semanas, por un duro al mes, recorriendo los dieciocho kilómetros de malos caminos, de mañanita, lo que le permitía vender el pescado cogido en la Isleta la noche anterior. Se iba con la fresca, de madrugada, y volvía ya casi anochecido, huyendo del oscuro. Y ya puesta a su servicio con tan buena voluntad, Dueña María le concedió todos los demás, y era Teodora la que le llevaba el pescado, que la Torrera, orgullosa, no quería que le regalaran, y que al cabo del mes la valía su puñado de reales; fué ella también la que le cargaba la leña, que a fisca la carga importaba alguna cosa; la que le lavaba la ropa y la que le preparaba las botellas de marisco, que Dueña María enviaba a Las Palmas, donde se pagaba bien, en beneficio de Teodora”.

Los Rial procedían de Cádiz, donde precisamente la cocción de la canaílla es tan tradicional que a los gaditanos se les conoce exactamente con el mote popular de cañaíllas, por la afición que existe a este molusco, al que ellos también llaman burgalao, que seguramente se acerca al origen léxico de nuestro canarismo burgao, introducido por pescadores portugueses y andaluces. Allí la canaílla no se recolectaba en los roquedales costeros, sino se pescaba en redes de arrastre llamadas manta en las playas o calas porque, a diferencia de como se suele presentar en Canarias, es una especie de caparazón espinoso que se engancha fácilmente en el chinchorro. Esta no debe haber sido la práctica desarrollada en la playa de La Concha, donde se recolectaba a mano debajo de las piedras y en los abrigos de los riscos en bajamar, captura que es productiva porque nuestra canaílla adulta suele aparecer en parejas y se coge de dos en dos. Arthur Taquin, describiendo con bastante detalle la vida cotidiana de los costeros canarios en las pesquerías saharianas de principios del siglo XX, señala que los pescadores variaban su dieta habitual de pescado y gofio amasado con mojo cuando la pesca se desarrollaba en el litoral de parajes rocosos: “Las embarcaciones traen grandes cantidades de marisco de los géneros mytilus [mejillón], patella [lapas], púrpura [canaílla], que cuecen en la misma marmita”.

El marisco fue en las islas orientales un recurso fundamental durante las hambrunas, junto al gofio de cosco, de manera que en los períodos de sequía y escasez la gente sobreexplotaba las zonas de marisqueo. Los Rial es seguro que hallaron en Lobos un paraíso para su particular afición culinaria gaditana que, de paso, contaba ya con tradición entre los pescadores que pasaban temporadas en la isla, de manera que por unos y otros el hecho es que hay bastante fundamento para afirmar que en Lobos se consumía habitualmente en la dieta básica de alimentación y se embotellaba para su comercialización, como se hacía en Fuerteventura y Lanzarote.

Para atribuir origen romano a estos concheros hallados en la playa se ha querido ver una prueba en un detalle muy particular de los miles de conchas halladas de canaílla, y es que presentan invariablemente una rotura de la punta indicativa de manipulación con un fin particular. Para los arqueólogos implicados en esta hipótesis no parece haber muchas dudas de que la muesca se habría hecho para extraer la glándula del codiciado tintóreo, exactamente a través del mismo patrón de rotura que fue anunciado antes por el equipo de Darío Bernal en el yacimiento de Carteia en la bahía de Algeciras como indicativo de la explotación purpuraria. El anuncio de Bernal de enero de 2012 concuerda llamativamente con el que luego se ha hecho en Lobos en 2013, de manera que resulta un calco poco inocente y claramente intencional, dado el empeño de algunos en vincular a Canarias con la actividad pesquera gaditana del denominado Círculo del Estrecho.

Pero eso es porque desconocen el secreto del guiso de la canaílla, una técnica que de siempre se ha empleado en Cádiz y en Canarias para extraer con más facilidad el bicho entero con una punta metálica, aguja, cuchillo o anzuelo. Debido a que con la retracción y los gases de la cocción el molusco hace vacío con el fondo de la espiral, y al tirar del músculo por el opérculo resiste con el efecto ventosa y provoca que se parta, se quede dentro y se pierda tiempo en una labor mecánica que requiere destreza, desde hace siglos se rompe la punta opuesta al agujero para sacar la carnada intacta. Se puede comprobar en cualquier manual gaditano sobre cómo cocinar este molusco y ha sido la manera como se ha venido haciendo en Fuerteventura y Lanzarote tradicionalmente, desde hace siglos.

Puede que en la explotación de la púrpura se hiciera lo mismo en crudo, de forma que tanto para extraer la glándula del tinte como para sacar la carnada entera para la cocción con fines de consumo y conserva, se rompe la concha con igual técnica. El patrón de rotura no es suficiente, entonces, para concluir que es la huella de fábrica de la púrpura, y si reunimos todos los indicios citados hasta aquí cabe pensar que resulta más probable, a falta de pruebas de datación segura, que responda a una manera de guisarla para facilitar la extracción con fines de alimentación en tiempos más recientes desde el cuatrocientos, fruto del marisqueo tradicional. Dicho sin ánimo hostil, no tiene mucho sentido irse directamente a la hipótesis más rara y remota, habiendo alternativas más comunes y cercanas para entender lo hallado en el yacimiento de la isla de Lobos.

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