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El territorio y su pacto

José Francisco Henríquez

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El vicepresidente del Gobierno de Canarias ha escrito sobre un dilema inveterado: planificación o caos. Y no puedo olvidar el chascarrillo que cuenta que un personaje público dando a elegir a su asamblea, o yo o el caos, recibió como respuesta, el caos, el caos.

Ya hubo un proceso de Pacto del Territorio en el gobierno de Jerónimo Saavedra del año 1991. Tuvo amplia acogida y gran impacto. Y el único rechazo nunca explicado del Cabildo de Tenerife.

Un pacto del territorio debe seguir la máxima del Sr de Montaigne que enunciaba que no conviene acudir a las leyes si el asunto se puede resolver por la costumbre. El Pacto del Territorio que ya existió al menos en el nivel de su formulación era un proceso que debía conducir a incorporar en lo profundo del cuerpo social un conjunto de ideas y creencias, de convicciones, que ampliamente asumidas por la inmensa mayoría de la ciudadanía trajeran causa a un conjunto simplificado de normas ampliamente consensuadas, sobre como querer y portarse con el territorio. 

No era en suma otra cosa que un catecismo laico con unos mandamientos directos que hicieran su efecto en el alma de la ciudadanía y alumbraran un horizonte nuevo en la forma de pensar y de proceder de todos y cada uno de nosotros.

Las redes sociales de hoy reducen problemas complejos a recetas para solo compartirlas con los afines. Hay una pulsión irrefrenable por unirme a mí afín y despreciar a los que no lo son. El premio se otorga a la simplicidad y el castigo al matiz. Hay en lo sustancial reduccionismo y afán de división, que es prima hermana de la polarización. Malos tiempos por tanto para los esfuerzos que comportan la búsqueda de un ancho consenso en asunto tan principal.

Esta forma de llevar los asuntos a los extremos hace a las leyes inoperantes ante una fabrica de ideas que pretende que nadie crea en nada o que solo se crean las mentiras.  Este escenario rígido de polarización nos aconseja que las leyes sean las menos posibles y lo más sencillas que sea viable. Es claro que la planificación es lo mismo que legitimidad y eficacia. Pero la planificación exige documentos claros, sencillos y de alcance y una honda y sentida participación pública. Lo contrario es la moda de hoy, que asiste a planificaciones que por prolijas e indescifrables son antidemocráticas y cuya participación está lejos de ser profundamente sincera y eficaz.

El plan como la ley que la habilita es carne de cañón para este mundo presente corroído por las redes sociales. Y así las cosas hemos de regresar a Montaigne y activar un Pacto del Territorio anudando consensos pues al final el éxito dependerá del prorrateo de propuestas dejadas atrás por cada parte.

Montaigne no conoció a una cima de la literatura, a William Faulkner que en su novela Luz de Agosto y siempre referido a América y a su Sur se quejaba porque ese país se estaba llenando de mocosos sin experiencia.

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