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La tragedia interminable

Carlos Castañosa

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Al modo de la Historia interminable de Michael Ende y el cuento de su vetusta Morla, desde la hoja izquierda abierta en el ventanuco de mi desván del confinamiento, intento dilucidar entre realidad y ficción.

La primera impresión que me acomete es la desazón e inmensa tristeza por la masacre humana, que se está cebando con una gran mayoría de ancianos que no esperaban la crueldad de este final ignominioso. Pertenecen a una generación con valores que se han perdido por el camino. Lucharon con denuedo y valentía para que sus descendientes no sufrieran las penurias que ellos padecieron en su infancia. Superaron con esfuerzo y trabajo a lo largo de una vida cruda pero digna, con encomiable espíritu de lucha para afrontar las duras pruebas a las que se vieron sometidos. No merecen este abandono ni la falta de respeto, en su última despedida, por los errores cometidos ante un gravísimo problema mal resuelto.

Otro motivo de inquietud es la naturalidad y relajación con que se nos transmite y recibimos la información diaria del número de muertos “en las últimas 24 horas”. Como acostumbrados al macabro dato cotidiano. Hace 40 años, en el accidente aéreo de Los Rodeos fallecieron 583 personas. Número inferior al de víctimas diarias ahora en España. Fue un impacto de gran trascendencia mundial. ¿Cómo sería si aquí se estrellasen dos Yumbos cada día? ¿Acaso nos hemos cauterizado ante las terribles noticias de primera hora de la mañana?

El actual estado de alarma lo es también por la alarma social que se ha extendido ante la lamentable gestión oficial de esta mortífera peste. Despropósitos acumulados desde los primeros pasos, cuando las decisiones fueron mediatizadas por intereses alejados del peligro real, anunciado por las ya peladas barbas de los vecinos, pero insuficiente para poner a remojo las propias. Así se gestó el fiasco por una mala praxis. A nadie se culpa del coronavirus; pero los cargos de responsabilidad tienen el deber de cubrirla con acierto.

Todo fracaso induce una agresividad que conviene reprimir para no agravar la pifia inicial. Ni se debería añadir la torpe intención de escurrir el bulto; justificar fallos con mentiras flagrantes; camuflar erradas decisiones con excusas absurdas; improvisar ocurrencias para que el stock de votos no mengüe. Ni como huida hacia delante, alardear con fatuo triunfalismo de “lo magníficamente bien que se está haciendo todo”. Engaños que menosprecian a la opinión pública y son grave insulto para las víctimas.

No menos nociva es la virulenta reacción de los adversarios políticos, enrabietados desde su situación secundaria en una oposición bien ganada a pulso, por su demostrada incapacidad previa de hacer las cosas bien. Y también intentando escarbar dividendos electoralistas a ladrido limpio… como todos.

Confrontación que trasciende a las sempiternas dos Españas. Nuestra sociedad civil responde con la radicalización de sus dos bloques a diestra y siniestra. Unos denigran la penosa gestión política para atacar a la formación que gobierna. Y la otra mitad defiende con uñas y dientes al partido, justificando sus actuaciones a pesar de unos deplorables resultados. Crispación generalizada que no allana el camino.

Los ataques furibundos y la repugnante acritud en las réplicas de unos y otros, se han enquistado en sendas trincheras donde debiera prevalecer un escenario de voluntad única. La del “¡todos a una!” para establecer orden en las prioridades de acción en conjunto, donde figurase como objetivo fundamental salvar el máximo de vidas, y dotar todas las acciones de los recursos adecuados desde el principio y durante la evolución de la pandemia. Por desgracia no se ha hecho así, ni tiene pinta de mejorar. La falta de credibilidad de unos, la desconfianza de otros y los malditos intereses políticos de todos, está matando mucha gente… y parece que seguirá matando.

La sinergia, como acción de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales, no es un concepto abstracto ni utópico. Antes bien, es una definición concreta de aplicación necesaria, urgente y única posibilidad viable de salvación; incluida también la de todos estos irresponsables políticos a la greña, que parecen elegir el precipicio sin barandilla antes que renunciar al fanatismo de sus obsesiones ideológicas, resistiéndose a ceder una parcela de su terreno al adversario para que este pudiera corresponder en la misma onda. Son gestos imprescindibles para dejar de comportarse como auténticos desalmados y cumplir con su compromiso y deber de servicio al pueblo soberano, que les paga muy generosamente y les consiente demasiados abusos de poder y su insaciable avaricia… a pesar de la aparente falta de un mínimo de sensibilidad humanitaria.

En mis pesadillas diurnas, me espeluzna la idea de las vueltas de tortilla mal dadas. La que se montó con el ébola, sin apenas indicios de peligrosidad ni efectos dañinos, ¿qué sería ahora si estuvieran en el poder los mismos de entonces y fueran quienes estuviesen gestionando así la actual debacle? Quizá sea juicio temerario, pero no es descartable suponer la alta intensidad de protestas y movilizaciones masivas de una bien pertrechada oposición, en modo agitación organizada que, respaldada por los medios afines, sería proporcional a la magnitud del desastre, por correlación con su dura campaña por la triste ejecución terapéutica de aquel perrillo, Excalibur.

El riesgo de algaradas fuera de la Ley, secesionistas o de otras hordas violentas, está en provocar un cruento regreso a nuestro trágico pasado, cuyos rescoldos soterrados, pero todavía incandescentes, deben extinguirse con agua fría definitivamente, en lugar de enredar con los cócteles molotov del resentimiento y rencores mal avenidos con la salud mental y la conciencia de los ciudadanos normales.

En el fondo, debemos estar satisfechos de que estén los que tienen que estar y que cada uno esté, y siga estando, donde debe estar.

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