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Treinta segundos que parecen diez años

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Recuerdo que, cuando era pequeño, había clases en el colegio que se me pasaban volando y otras, por el contrario, no se acababan nunca. Salvo en contadas ocasiones, todas las clases duraban lo mismo, aunque, dependiendo de la asignatura y de quien la impartiera, sobre todo lo segundo, el tiempo corría de una forma o de otra.

Con el paso de los años, mi apreciación del tiempo no ha variado mucho -especialmente aquélla que tiene que ver con quienes me hacen perder tiempo de manera arbitraria y torticera- aunque ahora haya otros elementos en discordia y no solamente el inexorable paso de los minutos.

Ahora, al tiempo transcurrido se suman los recuerdos, las vivencias y todo lo que conlleva el vivir en un manicomio redondo conocido como planeta Tierra. Tengo claro que para muchos de los habitantes del globo tener “mala memoria”, “memoria selectiva” o “memoria de conveniencia” es su manera de no querer ver lo que se tiene delante o de negar la evidencia. Sin embargo, la memoria es la única herramienta que se posee para evitar cometer los errores del pasado y renegar de ella no sólo es un acto de cobardía y de involución, sino un billete directo hacia el desastre.

Y si no, piensen en la situación en la que estamos viviendo y se darán cuenta de que la culpa de este desastre la tenemos todos y que hace diez años las cosas no pintaban tan de “color de rosa” como se ha dicho.

Hace diez años, España NO iba bien, ni los ciudadanos de este país se podían permitir el lujo de comprarse las casas que se compraban o vivir como vivían.

Hace diez años el dinero era patrimonio de unos pocos y esa élite se dedicó a especular con los fondos de los demás, sin reparar en la consecuencia de sus actos. Mientras más tenían, más querían y, encima, los ciudadanos les seguían prestando sus ahorros para obtener, como plusvalía, un juego de sartenes común y corriente.

Hace diez años la gente vivía entrampada en un ritmo de vida desaforado, basado en un gasto desmesurado y falta de previsión absoluta, ignorantes ante la situación irreal de aquel entonces, orquestada por quienes no paraban de engordar su cuenta de beneficios.

Hace diez años, TODO el mundo era agente inmobiliario, asesor económico y/ o inversor, una situación quimérica que condujo a la ruina de cientos de miles de familias.

Hace diez años nuestra sociedad ya presentaba tremendas desigualdades económicas y sociales, una situación que parecía no importar a los mandarines de entonces. Al igual que sucediera en la España de los Juegos Olímpicos y la Expo de Sevilla, importaba que esas desigualdades no ocuparan las primeras páginas de los periódicos, ni las plazas y las avenidas de las ciudades más emblemáticas. Con tenerlas controladas bastaba.

Hace diez años se invertía poco en educación, en asuntos sociales, en casas de acogidas, en centros de día, en bibliotecas, en guarderías municipales, en la universidad, tanto académica como popular y, por supuesto, en cultura.

Hace diez años el área de cultura de los centros oficiales era, “la hermana pobre” de la Administración y sus esfuerzos se volcaban más en pagar “favores políticos” que en formar a la ciudadanía. Además, siempre te encontrabas con el “comisario político” de turno, aquel que borraba tu nombre de los paneles o te menospreciaba, con sus ademanes chulescos y sus colmillos retorcidos de hediendo olor.

Hace diez años, los centros públicos derrochaban, a MANOS LLENAS y a nadie le temblaba el pulso lo más mínimo. Mientras se rellenara el expediente, todo iba bien hasta el siguiente ejercicio.

Hace diez años teníamos una clase política de tercera categoría, endiosada, soberbia, demasiado bien pagada y considerada, acostumbrada a manejar los resortes del poder como antaño hicieran los reyezuelos absolutos. Si se quería lograr algo, por pequeño que esto fuera, se debía pasar por caja y contentar al señor de turno, ungido por el poder que le otorgaban los votos de unos sumisos, y muy poco críticos, ciudadanos.

Hace diez años la política estaba ausente de los problemas cotidianos y ahora parece dormir el letargo de los mediocres. Hablan, y hablan y hablan y hablan, pero las cosas no cambian o, peor, se pudren a causa de tanta desidia.

Hace diez años los ciudadanos del este país pecaban de un egoísmo que, al final, les ha pasado la peor de las facturas y las críticas hacia quienes tratábamos de hacer algo por la sociedad se han convertido en dardos envenados que ahora les golpean con la misma saña que antaño ellos demostraban.

Hace diez años había problemas y muchos, pero siempre aparecía alguien sobre quien descargar las culpas y ahora ese “alguien” ha desaparecido de la ecuación, para desgracia de muchos.

Hace diez años nadie pensaba que esto pudiera suceder y, al final, sucedió. En realidad, la crisis siempre ha estado ahí. Lo que ocurre es que, durante un tiempo, no se habló, o no se dejó hablar, de ella.

Y hace diez años empecé a escribir esta columna sin saber muy bien la razón, pero con el mismo ánimo que ahora, aunque las circunstancias hayan cambiado. De todas formas, el tiempo sigue pasando igual y mi memoria es la misma.

Claro que, algunos días, cuando miro por la ventada llego a pesar que tan sólo han transcurrido treinta segundos y no diez años.

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