La ventana de Brujas
Cuentan los guías locales a los apresurados turistas que en tiempos pre-COVID poblaban las calles de Brujas, que en uno de sus castillos se encuentra la que es considerada la ventana más pequeña de Europa. Hace tres años pude ver esa ventana, comprobar efectivamente lo pequeña que era y de paso conocer la leyenda que la envolvía. Los dos cristalitos en la pared de ladrillo visto servían para vigilar el canal que corría por al lado de la casa. Si los navegantes no dejaban en una caja instalada al efecto el correspondiente arancel para entrar a la ciudad, el vigilante instalado en la pequeña ventana avisaba a otro algo más arriba en la atalaya, que, equipado con un arco, no hacía otra cosa que aplicar el correspondiente flechazo impositivo. Curiosamente, el propio diseño de la atalaya hacía que el brazo ejecutor solamente pudiera ver lo que tenía delante, sin opciones a mirar más allá o a lo que tenía al lado.
El inicio del curso político en España crea en ocasiones una cierta sensación de esperanza. Momentánea, fugaz, a lo mejor no lo decimos, pero está ahí. Instalados en nuestras ventanas (algo más grandes, y desde las que tanto miramos en los meses de confinamiento), los que ansiamos el entendimiento entre distintos para llegar a los acuerdos que el país necesita albergamos una íntima ilusión. Pensamos que lo extremo de la situación pandémica, económica y global empujará a nuestros representantes a reaccionar y entenderse. Los precedentes están ahí: esos acuerdos después de la Segunda Guerra Mundial que reconstruían una Europa en ruinas o los más recientes esfuerzos coordinados por la Unión Europea para distribuir vacunas ente los Estados Miembros... parece que, en tiempos de crisis, en algunos momentos y lugares, los dirigentes dejan a un lado las rencillas partidistas y trabajan en forjar un acuerdo común que dé respuesta a los problemas de la gente.
No parece que sea ese el ambiente en Madrid en estos momentos. Las intervenciones de los distintos grupos parlamentarios en el Congreso nos dan la imagen de un hemiciclo completamente dividido. Parece que los que consiguen tener el privilegio de sentarse en uno de esos sillones van con el tiempo cavando su propia trinchera. Más que un foro donde intercambiar diferentes puntos de vista, parece que vayan al Congreso a subirse en sus atalayas cuidadosamente construidas, desde las que poder disparar sus propias flechas al supuesto oponente. Todo lo que sucede a los lados y alrededor es una distracción; lo importante es acertar el tiro dialéctico.
El problema está, claro, en que las atalayas son una construcción medieval. Como lo son las maneras políticas, aparentemente modernas, guiadas por asesores de marketing digital desde la trastienda de la política española. La intervención en sede parlamentaria se diseña con el objetivo de retratar al contrario y conseguir la mención correspondiente en medios y redes sociales, en vez de para transmitir un mensaje claro al verdadero interlocutor, todos nosotros. Construirlas, además, lleva tiempo y recursos que dejan de emplearse en los verdaderos problemas. La lista empieza a ser larga: recuperación económica y social después de la pandemia, el diseño de acciones claras y concretas para atajar la crisis climática, la renovación del Consejo General del Poder Judicial o detener el alza del precio de la luz mediante reformas del mercado eléctrico en vez de culpar a Bruselas, entre otros. Además, un tercer problema de las atalayas es que no dejan mirar a lo que se tiene al lado: difícilmente se puede trabajar en alcanzar los necesarios acuerdos transversales para cada uno de estos temas desde una ventana tan estrecha como la del canal de Brujas.
Son los tiempos de la polarización, ya lo sabemos. Nos cuesta escuchar la opinión distinta, nos chirría salirnos de nuestra taifa cuando sabemos que lo que vamos a oír nos va a incomodar y generar cierto debate interior. Sin embargo, la responsabilidad individual no está igualmente distribuida: los que se sientan en el Congreso saben que tienen un mayor papel que jugar en esto. Javier Gómez, guionista principal de La Casa de Papel, lo resumía perfectamente en una entrevista con Mara Torres en la SER. De la misma manera en que alguien salido de la educación pública siente su propio éxito como colectivo, las acciones de nuestros representantes también son el resultado de la acción común. Nosotros les hemos puesto ahí. Es nuestra responsabilidad también el leer y pensar sobre lo que hacen en nuestro nombre, y señalar lo que creemos injusto. Queridos representantes: salgan de sus atalayas. Nosotros estaremos mirando atentamente desde nuestras ventanas, algo más grandes que la de Brujas.
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