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Publicidad comercial y propaganda política

Carlos Castañosa

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Nada que ver un concepto y otro en cuanto a legitimidad, aunque deban ser aceptados al mismo nivel legal. Pero se diferencian por una cuestión ética que afecta al destinatario final del producto.

De un lado, la primera como “divulgación de anuncios con carácter comercial para atraer a posibles consumidores…” cumple su cometido siempre que su eslogan se ajuste a la veracidad. Si no es así, cuando se exageran virtudes o se aumentan calificativos sobre su calidad, resulta una publicidad fraudulenta y, en teoría, punible ante los órganos dispuestos para reclamar al respecto. Dicho gasto promocional corre a cargo del productor, del expendedor o de ambos; en cuyo caso el precio de objeto en venta sufre un incremento que repercute en el consumidor; quien se encargará de penalizar al inversor si este no cumple con las expectativas prometidas en el anuncio, con el sencillo gesto de no comprar la supuesta engañifa.

Muy distinto el caso de la propaganda política. Lo más reseñable y absurdo para marcar diferencias es que aquí el “cliente” es quien paga directa y forzosamente el gasto definido y decidido por el beneficiario de su propia promoción, en concepto de dinero público en formato de subvenciones oficiales a partidos políticos, sindicatos, órganos empresariales y otras entidades institucionales que perciben esta “solidaridad obligada” del pueblo soberano al que, según nuestra Carta Magna, le deben el respeto de un servicio eficiente y, aparte, muy generosamente retribuido. Se añade la perversidad impune de poder manipular a la opinión pública desde algunos medios de comunicación, pagados precisamente con esos fondos del erario público que proceden, no solo de los potenciales votantes, sino de la ciudadanía total e indefensa ante este abuso instituido.

La percepción popular es desoladora ante las varias vertientes de un sistema que parece más relacionado con la recaudación de impuestos, o incautación de bienes, de aquellos señores feudales de la Edad Media, que de la Declaración Fundamental de los Derechos Humanos en que se basa la Democracia actual y un Estado de derecho del que alardeamos disfrutar, aunque con los reparos propios de la condición humana y sus imperfecciones.

La sensación más sangrante a nivel popular se exalta en épocas preelectorales, cuando los políticos se promocionan con eslóganes en vallas publicitarias, reportajes y artículos de opinión en prensa; espacios radiofónicos y TV, donde ellos se ponen por las nubes contra lo malos que son todos los demás. Todo pagado con nuestros fondos públicos, para contarnos milongas que ni los más ingenuos pueden tragar. Promesas electoralistas imposibles de cumplir; garantía de que “Ahora haremos lo que no hemos sido capaces de realizar en décadas anteriores…” Falacias y falta de respeto hacia los paganos de siempre, que no tendrán, no tendremos, más remedio que volver a pasar por las urnas para elegir donde no hay qué escoger, por falta de alternativa y de un mínimo de decencia política que nos privase, a los ciudadanos normales, de sufrir tanta vergüenza ajena.

Parecido escenario se nos ofrece con las millonarias subvenciones sindicales. Organizaciones obsoletas y oficiosas que el paso de los años y las nuevas estructuras socio-laborales, políticas y económicas han hecho de los sindicatos entidades inservibles; como lo demuestra su incapacidad para evitar la nefasta reforma laboral del PP, ni para abolirla en esta nueva legislatura, en condiciones supuestamente más favorables; pero ni por esas. Un despilfarro inútil que solo sirve para que se forren sus inoperantes dirigentes.

El colmo de los despropósitos “subvencionados” es que organizaciones tipo CEOE, perciban ostentosas aportaciones de nuestro dinero público, para que los empresarios agrupados puedan desarrollar sus capacidades y defender sus intereses. Una inexplicable aberración, habida cuenta que durante la década de crisis, supuestamente superada en la actualidad, los beneficios empresariales se incrementaron más allá del 200%; en contraposición de los salarios laborales que se quedaron hibernados desde entonces, se precarizaron los contratos laborales, y se procedió a ciertos abusos empresariales a niveles de auténtica infamia… No tiene sentido ni lógica que con mi dinero se subvencione tanto despropósito.

Lo de plantear un problema y proponer soluciones para dar validez a los argumentos ofrecidos, aquí es inviable, puesto que quienes tienen la facultad de resolverlo son los más interesados en que nada cambie. El peligro está en que el exceso de presión por abuso continuado, termine por provocar un estallido de cucaña donde “jugamos todos, o se rompe la baraja”.

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