Garzón no tenía que explicar ningún cohecho. No está acusado de recibir sobornos de empresarios por resoluciones a la medida; ni de haber puesto sentencias exóticas a cambio de un BMW de alta gama. No está en el banquillo por haberse dejado invitar a viajes, almuerzos y cuchipandas, ni por haber financiado sus actividades paralelas con dinero de ignota procedencia. A Garzón lo acusan unos abogados especializados en defender corruptos, y en lo que respecta a su intervención en la trama de Gürtel, sospechosos de ser piezas clave en el intento de los cabecillas de blanquear o sacar de España dinero obtenido a través de los negocios sucios de la trama. Detrás de los abogados acusadores está el Partido Popular, que vuelve a reproducir su tradicional estrategia de difuminar sus responsabilidades deformando las instrucciones judiciales mediante la descalificación de los jueces instructores, de modo que puedan anularse las actuaciones. Y en este punto hay que reconocerle a Garzón su vulnerabilidad, acrecentada por una larga sucesión de actuaciones que han cabreado no solo al PP, sino también al PSOE y, lo que es peor, a un amplio ramillete de jueces que desde hace años le querían aplicar un severo correctivo. Porque para que Garzón se sentara este lunes en el banquillo del Supremo han tenido que confluir muchas circunstancias, y muy pocas de ellas edificantes para la Justicia.