El presidente del Cabildo de Gran Canaria buscaba a Hernández Lobo desesperadamente hasta que lo encontró. Sabía de sus debilidades, de su necesidad imperiosa de tocar poder y satisfacer a los suyos, a su círculo más íntimo, que no es precisamente el de Coalición Canaria. Lo ha estado tentando permanentemente hasta que ha conseguido engatusarlo con la misma consejería insular que tuvo que abandonar precipitadamente cuando se rompió el primer gobierno de la era bravista. A Bravo le viene muy bien tener un segundo tránsfuga porque conoce de qué pata cojea Juan Domínguez, el primero en pasar al lado oscuro de la fuerza, el que engrosan los políticos de barrigón fácil y corto recorrido. Negros nubarrones se ciernen sobre el ejercicio de ciertas competencias de Domínguez y del CCN, particularmente en los alrededores del Recinto Ferial de Canarias, y cualquier persona prevenida ha de tener preparado el recambio que pueda exigirse ante cualquier eventualidad. Desde este lunes, el presidente del Cabildo pasa de ser un cautivo de su vicepresidente a colocarlo a él en esa misma posición. Como aquel paciente sentado en el potro de torturas de un dentista que atenaza con su mano el paquete de bemoles del doctor y le pregunta, ya con el babero puesto, “¿no nos haremos daño, verdad?” Solo que, a diferencia de cualquier escenario de chiste, a Domínguez lo tienen cogido a cuatro manos: ya no podrá chantajear a nadie, ni se creerá la llave de nada? Ante cualquier signo de desaire, puede quedarse sin competencias, sin asesores, sin coche oficial y sin gabinete de prensa y propaganda en beneficio del otro tránsfuga, que viene tan fresco como solícito.