El blog de Carlos Sosa, director de Canarias Ahora
ANÁLISIS
Suprimir los aforamientos: el ejemplo de Canarias, la pereza nacional
Por una vez y sin que sirva de precedente, hubo una ocasión en la que la política canaria marcó la pauta en España anticipándose a un debate que vuelve a abrirse ahora. La vicepresidenta segunda y dirigente de Sumar ha lanzado una propuesta con la que quiere contrarrestar la actual crisis de corrupción en la que está sumido el PSOE y, con él, el Gobierno de la nación: suprimir los aforamientos del ordenamiento jurídico. Canarias fue pionera.
La idea es muy atrevida, no porque sea parlamentaria o legalmente imposible, sino porque políticamente supondría una sacudida de tal calibre que dejaría retratados a todos los partidos políticos, empezando por los que en estos momentos braman con más fuerza por un cambio radical en comportamientos y de rostros en la política española.
Sin embargo, la misma propuesta la lanzó en 2018 Pedro Sánchez nada más llegar al Gobierno, pero con algunos matices: eliminar los aforamientos para aquellos delitos que las personas aforadas hubieran cometido ajenos al ejercicio de sus cargos, es decir, antes de las ocupaciones que le hubieran otorgado ese privilegio. La medida, pese a toda la polémica y el debate que suscitó, no prosperó porque requeriría una reforma de la Constitución que necesariamente habría de contar con una mayoría parlamentaria que en aquellos momentos, y ahora más, necesitaría al Partido Popular.
Pero no sería esta una propuesta revolucionaria. Ya hay seis comunidades autónomas que han suprimido de sus estatutos de autonomía el aforamiento para sus diputados y diputadas y para todas las personas integrantes de su consejo de gobierno. La primera fue Canarias, que lo hizo con ocasión de la reforma de su Estatuto de Autonomía en 2018. Y fue a propuesta de Ciudadanos, quizás la única aportación de ese partido que pasará a la posteridad.
Además de Canarias, han suprimido el aforamiento de sus parlamentarios y altos cargos las comunidades autónomas de La Rioja (2021), Cantabria, Murcia, Baleares y Aragón (todas ellas en 2022), lo que significa que sus altos cargos están sometidos, en el caso de posibles delitos, a los juzgados ordinarios, es decir, a los juzgados de instrucción, a los juzgados de lo Penal y a las salas correspondientes de las audiencias provinciales en el caso de ser investigados y, llegado el caso, enjuiciados. Y con ocasión de demandas civiles, a los juzgados de Primera Instancia, los mismos a los que está sometida el resto de la ciudadanía.
Hasta la supresión de los aforamientos quedaban sujetos a la jurisdicción de los tribunales superiores de justicia de cada autonomía, lo que significa que debían ser investigados y en su caso juzgados por salas de lo Civil y Penal de los TSJ, con alguno o algunos de sus miembros nombrados por el Consejo General del Poder Judicial a propuesta del Parlamento de cada una de esas comunidades. La actual sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, por ejemplo, tiene a dos magistrados que alcanzaron ese grado por este método.
Es exactamente la misma fórmula, pero en un plano mucho más decisivo, que lo que ocurre con el Tribunal Supremo. Senadores, senadoras, diputadas y diputados, además de miembros del Consejo de Ministros, están aforados ante el alto tribunal español por imperativo constitucional, concretamente por los artículos 71 y 102 de la Carta Magna. Concretamente, ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo, presidida por el magistrado Manuel Marchena, el juez con más poder en España precisamente por imperativo de los aforamientos.
A la Sala Segunda correspondió, por ejemplo, decidir si se investigaba a Pablo Casado por sus másteres falsos (investigación rechazada); al expresidente de La Rioja y senador Pedro Sanz Alonso, del PP, por delito urbanístico (investigación rechazada); a Pablo Iglesias por el llamado caso Dina (investigación rechazada); a Puigdemont por delito terrorista por el tsunami democratic (investigación rechazada); al expresidente del Gobierno de Canarias y aforado como senador por la Comunidad Autónoma, Fernando Clavijo, por delitos de prevaricación y malversación en el caso Reparos (investigación rechazada), o al expresidente del Cabildo de Lanzarote y aforado como senador por la Comunidad Autónoma, Pedro Sanginés, por denuncia falsa contra un empresario (investigación aceptada y a punto de apertura de juicio oral).
La misma Sala Segunda que se llevó por delante al diputado canario de Podemos Alberto Rodríguez precisamente por un delito cometido años antes de entrar en política institucional, al que el Supremo persiguió por tierra, mar y aire hasta ver cumplida su condena de inhabilitación.
Por contra, también tiene en su haber esta sala el rechazo continuado a cualquier acción penal contra el Rey emérito, Juan Carlos de Borbón, que está aforado pero mediante otro mandato de la Constitución, el que impone la inviolabilidad del jefe del Estado, haga lo que haga.
Con el aforamiento de los representantes políticos, la intención de los constitucionalistas era proteger a todas esas autoridades del Estado de cualquier tentación de la plebe de acribillarlas a querellas y denuncias, y por el contrario, someterlas solo al escrutinio de magistrados y tribunales de alto rango, es decir, los que han llegado a lo más alto de la judicatura, bien por escalafón y méritos, o en los casos más clamorosos, por designación política, sí, de los partidos políticos, particularmente del bipartidismo tradicional hispano, a través del Consejo General del Poder Judicial.
Es por eso absolutamente justificable por humano y muy propio de la política tradicional la querencia a controlar la Sala Segunda del Supremo, no solo porque el partido que lo consiga obtiene para sus correligionarios muchas más posibilidades de éxito en los procesos judiciales a que pudieran verse sometidos, sino también porque, por el contrario, los adversarios políticos habrían de sufrir por la vía de soportar todo el peso de la ley. Y más allá, si se pudiera o pudiese. De este modo es comprensible aquella expresión grabada a fuego en un chat de WhatsApp del Partido Popular firmada por el dirigente Ignacio Cosidó cuando, en la negociación con el PSOE para la renovación del Poder Judicial, dio por sentado que la promoción de Manuel Marchena a la presidencia del alto tribunal y del Consejo General del Poder Judicial permitiría a ese partido controlar la Sala Segunda “por la puerta de atrás”.
Aunque él se apresuró a renunciar al cargo y lejos de desgastarle profesionalmente, ese incidente otorgó a Manuel Marchena, un poder inmenso, mucho mayor que el ya ostentaba. Ya no había que hablar del asunto a escondidas, susurrando. Ya se sabía abiertamente que la Sala de lo Penal era controlable. Y Marchena no ha dudado en explotar esa renta de situación y en algunos círculos siempre ha presumido de tener sobre su escritorio “el botón nuclear”. Una decisión suya y de sus compañeros de sala puede llevarse por delante a un gobierno, a un partido político, y en otros ámbitos de aforamiento, a un fiscal general del Estado, es decir, al Gobierno que lo haya nombrado y/o mantenido.
Derogando los aforamientos no solamente se desactivaría el poder omnímodo de Marchena, sino que reduciría la disputa política que ha llevado, por ejemplo, a bloquear durante cinco años, de modo absolutamente ilegal, la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Se reducirían bastante muchísimas ambiciones y las tentaciones de control quedarían más limitadas.
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