Campo de ciudad
Cuidar de 6.500 plataneras repartidas en ocho fanegadas de terreno es, sin duda, un trabajo arduo que apenas deja margen para el deleite paisajístico, pero la intimidad con la naturaleza, con sus ciclos vitales, ralentiza la vivencia del tiempo. Sin la aceleración, el tráfico, el bombardeo publicitario, la contaminación, el bullicio y el gentío de la ciudad, el tiempo fluye aquí de otra manera. ¿Estamos entonces en el campo? Pues sí y no.
Nos encontramos en una finca de San Roque, en Las Palmas de Gran Canaria, uno de los barrios históricos de la ciudad. Muy cerca de la avenida Primero de Mayo y bajo las viviendas del antiguo patronato de San Francisco, a la vista de los barrios Cruz de Piedra y Lomo Apolinario. Ni exactamente campo, ni propiamente ciudad, ni centro, ni periferia. Estamos en tierra de nadie.
Este limbo tiene dueño, no obstante. José Toledo lo compró hace ya dos décadas y ahora, a sus 83 años, sigue aquí al pie del cañón diariamente desde las siete y media de la mañana. No vive en la finca, pero tiene su domicilio muy cerca, en la calle Bravo Murillo, de donde viene diariamente conduciendo su 4x4. Hombre hospitalario, flanquea cordialmente la entrada a Canarias Investiga y nos conduce entre tres enormes perros guardianes, bardinos mezclados con majorero, que ladran furiosos ante la presencia de extraños.
La finca corta anualmente 24.000 kilos de plátanos que exporta a la Península a través de la Cooperativa Agrícola del Norte. José cuenta con tres trabajadores fijos, Manuel Quesada y Juan Cecilio Perera, peones agrícolas, y Nguessaly Sarr, el mayordomo. Es tiempo de desflorar las plataneras para que no se pudra el fruto y Nguessaly, Manuel y Juan Cecilio se aplican a ello. José se encarga de otras tareas porque se ve mayor para esto. “Me dedico a hacer recados”, comenta.
Restos de muros
El sol de mediodía ilumina la finca. El canto de un gallo resuena a lo largo del barranco. Bajo las viviendas de San Francisco se inclinan algunas palmeras y refulgen las piedras de los bancales, los restos de muros agrícolas y los colores de las casas tradicionales como las de los cuadros de Oramas. Contiguas a ésta se suceden hacia las medianías otras fincas en explotación o abandonadas, bancales, estanques, tendidos eléctricos, casas-cueva, muros cortavientos, galerías de agua, cables telefónicos, bloques de autoconstrucción, casas solariegas, palmeras, caminos agrícolas, tuberías, pozos, muros de piedra, alpendres, antenas parabólicas, espacios sin definir y, en lo alto de las laderas, barrios, carreteras y vallas publicitarias hasta el puente de la Circunvalación. En dirección a la costa hay otra finca con plataneras y un terreno con cabras y un caballo. A partir de ahí el barranco Guiniguada prosigue sepultado bajo la Carretera del Centro hasta su desembocadura en la Avenida Marítima.
José tuvo una ferretería en el barrio de Schamann antes de embarcarse en la agricultura, a la que no se había dedicado nunca. “Surgió esta oportunidad”, dice por toda explicación bajo la fresca sombra de una de sus plataneras. Manuel, que siempre ha estado en estos menesteres, viene diariamente en guagua desde Valsequillo. Juan Cecilio, hijo de un anterior mayordomo de la finca, es originario de Valleseco pero vive en el barrio capitalino de Isla perdida. Nguessaly, a quien aquí todos conocen por Sam, es oriundo de N'gaparu, un pueblo costero de Senegal.
Según explica José, junto a la desfloración de las plataneras, el resto del año se va en tareas como sulfatar “para matar la cochinilla, que se lo come todo”, recortar la hoja seca, quemar la hierba, “deshijar para que prospere una sola platanera nueva”, cortar la fruta, empaquetarla y, finalmente, cargarla en los camiones de la cooperativa.
José le pide al mayordomo que nos enseñe el resto de la finca y aprovechamos la ocasión para preguntarle más sobre su propia historia.
Vida en tierra
Nguessaly llegó hace dos años a Gran Canaria. Antes pescaba gambas y langostinos en un barco que faenaba en el Banco Canario-Sahariano. Pero, según explica en su precario español, la vida en el mar no iba con su carácter, y a instancias de unos amigos cocineros en otros barcos, se decidió a probar suerte en la Isla. Otro amigo senegalés que trabajaba en una finca próxima le facilitó el contacto con José, que buscaba trabajadores, y ahora, con sus papeles en regla, coordina el trabajo de la finca, la cuida y vive en ella.
El mayordomo, que lleva un naife en la cintura, nos muestra el pequeño gallinero con el que todos se abastecen de huevos. Caminamos entre carretillas, tractores y un gallo que pasea a su aire fuera del corral y entramos en una casa adornada en su fachada con un arado, la casa de Nguessaly.
La ventana de la pequeña cocina encuadra una porción de paisaje. El saloncito está decorado con imitaciones de escenas bucólicas de pintura antigua y con dos retratos fotográficos de sus padres, piadosos musulmanes, durante su peregrinación a La Meca. El mayordomo también observa su religión y diariamente hace sus oraciones en casa orientado hacia la ciudad sagrada. En una cajonera hay un álbum que saca con delicadeza. Lo abre y muestra las fotos de su pequeño hijo y su mujer, una joven senegalesa de rasgos delicados, a los que aspira a traerse en algún momento aquí.
Ya en el almacén de empaquetamiento de plátanos, el capataz nos invita a probar uno. Una delicia. Nos reencontramos con José y le preguntamos por el futuro del barranco, si cree que algún día cambiará este hermoso paisaje vegetal por otro de edificios y carreteras. “Por mí seguiría igual, yo no pienso vender nunca esto”, asegura.
La visita toca a su fin. Junto a una vivienda verde limón ubicada antes de la salida hay un taxi aparcado. Nguessaly nos aclara que su propietario es otro inquilino de la finca. A su llamada sale Dilberto Rodríguez, el taxista, de una casa decorada con geranios, helechos y verodes, donde vive con su mujer y su hijo. Dilberto es de La Habana y reside en la finca desde hace tres años. Intercambiamos unas palabras, y al despedirnos nos ruega que publiquemos su propuesta a las autoridades para mejorar el tráfico de la ciudad. “Que recorten la entrada a Las Palmas por el Mercado de Vegueta y den permiso a los vehículos que quieren girar a la izquierda”.