El aroma del café: la fragilidad nos invade

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Afuera la neblina lo cubre todo. Navidad invernal. Dentro, en la cocina, el silencio es un gesto de quietud del paisaje que no desvisto con ninguna proposición. Me embelesa. Únicamente, el pensamiento, intratable, persistente y provocador, que no cesa en su inquietud de disentir, se atreve a desbaratar esa quietud apocalíptica.

La certidumbre se ha vuelto frágil. Acontecimientos como la erupción volcánica o la pandemia han desgajado todas las certezas que teníamos acumuladas durante tanto tiempo. Hemos quedado a merced de un futuro sin consistencia psicológica y emocional. Nos han arrebatado la seguridad de proposiciones y actos futuribles que dábamos por hecho. Nos hemos quedado en fuera de juego; que diría cualquier locutor de fútbol.

La neblina, tras la ventana, es más densa, más apocalíptica. Apenas se observa algo a unos pocos metros. ¿Qué hay dentro de ella? ¿Qué hay de nosotros en lo que no somos capaces de observar? ¿Seguirá el horizonte allí, en la línea del mar, en el interior de la densa neblina?¿O se habrá borrado?¿Seguiremos nosotros, soñándonos?

Hago café. Perturbo el silencio. Me perturbo a mí en esta quietud invernal de frío, pensamiento y lectura, cuando en realidad desearía permanecer eternamente ahí.

En cada estado de ánimo las cosas del mundo se muestran bajo una perspectiva diferente. Las emociones provocan el abandono de otra posibilidad. Nos atrapan en su circunstancia. ¿Cómo regresar al lugar que quiero? ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo volver a mí?

La cafetera silba. Tomó la taza y vierto el café. Salgo al balcón. No sé qué hacer. La fragilidad me invade. Saboreo el café y observo la densa neblina. Ella también es paisaje; es este paisaje de ahora. Aprenderé de ella. El gato se arremolina entre mis piernas; él tampoco sabe qué hacer.       

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