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En un cercado lleno de primavera

Juan Capote

No recuerdo haberlo distinguido cuando lo vi por primera vez. Estaba con otros caballos, pastando en un cercado lleno de primavera, y las gramíneas, crecidas, le tapaban parte de las extremidades. Eso dificultaba la apreciación de sus características morfológicas y, por tanto, su valoración. León, el responsable de aquella yeguada cordobesa en la que todos los animales tenían un estribo grabado a fuego en su muslo izquierdo, me mostraba los jóvenes animales en venta, señalándome el origen y peculiaridades de cada uno. Yo, confuso y emocionado por la primera compra de un potro que realizaba en mi vida, apenas podía establecer preferencias. Mi acompañante seguía comentando. “Aquel alazán entrepelado es un magnifico animal. Tiene un gran mecanismo saltando en libertad”. Uno de los equinos que estaba a la derecha del señalado mostraba un bonito cordón corrido en la cara y su mirada le hacía parecer bondadoso. Otro, que pasó trotando por detrás, captó la atención de mi acompañante. “Este posiblemente es el mejor de todos, aunque necesitará un jinete experto para domarlo. Tiene mucha clase”. Al final quedamos en que el mayoral mantendría al día siguiente en las cuadras a este último potro y al del cordón corrido, para poder verlos con detenimiento.

Cuando llegamos de nuevo a la finca lo primero que me sorprendió fue la docilidad de aquellos dos animales. “Es que tengo un yegüero que hace maravillas” me explicó León, a quien no le hizo falta ninguna pregunta. Tenían cinco años y yo desconocía que, con esa edad relativamente elevada, suele complicarse la doma de un caballo. Esta ignorancia, junto con la tranquilidad que manifestaban los potros en sus boxes, me confundió lo suficiente como para pagarlo más tarde.

Si bien los dos ejemplares eran hijos del mismo padre, Takir, un pura sangre inglés, no se parecían mucho. Uno de ellos, el favorito de León, tenía la cruz destacada, pecho ancho y profundo y fuertes articulaciones. Sin embargo, el otro parecía más armonioso. Pero su mirada no era igual a la del día anterior. Resaltaba el blanco de la conjuntiva ocular, como ocurre en muchos caballos temperamentales. Observé al otro lado de la cara y me volví a encontrar con el ojo bondadoso. Enseguida me empezó a fascinar la duda sobre cuál sería su carácter. “¿Cuál es su nombre?” pregunté. “Grillo”.

Tres semanas más tarde, la zona de los Rodeos, como tantas veces, estaba llena de bruma. El vehículo que traía a los dos caballos no tenía suficiente tracción como para subirlos a la pequeña montaña que se encuentra frente al aeropuerto, por lo que tuvimos que bajarlos del remolque y conducirlos, a mano, cuesta arriba

Ambos tenían la cabeza alta, los ollares dilatados y las orejas erguidas. Entraban en su nuevo y desconocido mundo, después de tres días encerrados en un espacio reducido que pronto se llenó de novedosos aromas marinos.

Era de noche y caminamos alumbrados de lejos por las tenues luces de cercanía que cubrían el aeropuerto. Grillo y su compañero parecían brillar a pesar de la falta de cepillo en varios días. Al llegar a un pequeño llano trotamos un poco y creí sintonizarme con su ritmo cardiaco. ¿Flotaba el caballo? No. Probablemente era yo el que lo hacía.

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