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Diario de un volcán II

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La lava desciende como un escalofrío y se retuerce el nudo que nos aprieta el estómago. Porque las casas no son cosas, son el alma de las cosas; el alma de quien las ama. Los cultivos, la esencia de las casas.

El miércoles veintiocho de septiembre, la colada norte llegó al mar. Los barrios de San Borondón, Marina y la Condesa, en Tazacorte, confinados por temor a la combustión de gases que desprendería la lava en su encontronazo con el agua. El buque de expertos desde alta mar a la expectativa; en Tazacorte, la gente en las azoteas con mascarilla y gafas vigilante. Aunque la incipiente fajana humeaba, la nube blanca que emergió del agua no auguraba toxicidad.

En el fondo del fondo había cierta alegría empujando la pena. Pensábamos, si el río de lava coge camino en el mar, ya no correremos tanto riesgo, seguirá su curso. Pero sepultó las casas que encontró durante el recorrido, las de nuestra familia desprotegidas ya por los antepasados, fabricadas en terreno de los abuelos, en las tierras que pasan de padres y madres a los hijos. Convulsionan antes de ceder con todas las almas dentro.

Y las fincas familiares, las nuestras, las de nuestros amigos. Las de los vecinos. Con una mano delante y otra atrás partieron los abuelos a Cuba, nuestros padres a Venezuela. Y regresaron con la esperanza que instalaron a brazadas sobre un montón de ladrillos sedimentados uno a uno con las vivencias. Imposible describir tanto desasosiego.

Porque cuando la lava letal desciende sobre el paisaje, ¿qué le pasa al paisaje en la oscuridad? ¿Opondrá resistencia? ¿Saldrán a flote por algún resquicio de la colada sus pequeños granos de polen, tan indefensos? ¿Ha investigado alguien este proceso de deglución? ¿Habrá una copia exacta del código genético de algo que estuvo ahí y que se liberará dentro de cinco mil años o más a través del malpaís? 

No es la finca de las plataneras, es el sustento de quienes la trabajan, la respuesta agradecida de la tierra que responde al riego, al abono, al desflorado, al corte, al deshije. El sudor que emana la tierra lleva el ADN de los plataneros. ¿Han observado la mirada del platanero sobre una piña llena, de las buenas? ¿Han percibido cómo palpa los dedos de las manos de los plátanos rozándolos con los suyos lo mismo que un susurro? ¿Han podido alguna vez sentarse sobre los bordillos de las atarjeas para sentir en la espalda el goteo de las hojas y cómo fluye el agua hasta los brillantes troncos violáceos de las matas? Y luego se levanta y se encharca con placer hasta las rodillas para arrancar esta u otra mala yerba que está ahí quieta, por si las moscas. 

El domingo tres de octubre se incrementó la actividad sísmica. El racimo sísmico aumentó. Vibraban las puertas y se cerraban con un plof, y volvían a abrirse como si un ser superior, un imán, en las profundidades, las empujara y, a su antojo, cuando llegas con temor para cerrarla, te escaneara el pensamiento, te sacudiera, te hiciera sentir un pájaro chiquito en una jaula de alambres. Ves sobre el poyo de la cocina el agua en la botella agitándose arriba y abajo de forma incesante por el tremor. Y luego corres a la cama, o al sofá, y te aprietas con los dedos el punto del estómago donde el corazón late que parece que se va a echar fuera. Aquí, apriétenme aquí.

Algunos vulcanólogos en sus blogs auguran otra inmensa cámara magmática debajo de Cumbre Vieja. Ese traqueteo, ese pica pica que ocasiona el temblor significa que es posible, aunque no probable, que otro magma quiera salir al exterior; ¿por dónde? Pues por Cabeza de Vaca o por cualquier lugar en el que encuentre flojera en la tierra. Doble inquietud.  

Pero el cono cedió ante la llama que creció de modo abrupto, las estrellas derretidas, la lava que corría desordenadamente, los ojos de la gente evacuada desde abajo pensando que el cielo se venía abajo, ese trueno discontinuo y seco sin el placer de la lluvia. ¿Y ahora qué vendrá? Más lava, seguro. ¿Por dónde caerán los ríos de la colada? ¿Se abrirán en abanico mortal? ¿O se deslizará como un dedo gordo a un palmo de esa querida finquita grisácea o de mi casa? A veces lo hace. Se arrastra directa hasta el punto de mira y de repente se detiene a un palmo de la presa.

De noche, la colada desafiante brillaba multiplicándose. La gente se arremolinaba en las orillas de la carretera de Tijarafe, en el Time, con sendos prismáticos, ocupando la calzada. En sus manos, trocitos del atractivo mapa espeluznante de la lava; en sus ojos, ampliándose impactante, los ojos de la lava destructora. Dos simultáneos hechos antagónicos: de una parte, desesperado el semblante de quien lo ha perdido todo; de otra, la fascinación de quienes lo contemplan desde otra perspectiva.  

Durante el día, si no se tiñe el valle del azulado dióxido de azufre, aparecen las opacas nubes de cenizas; son túneles con forma de camisón que flotan sobre las atentas casas de Tazacorte. Cuidado con las caídas. Las oscuras calles resbaladizas son pistas de nieve negra. Las ventanas taponadas. A cada lado de la calle, sendas camionetas cansadas con enseres de días y días a cuestas. Bajo las sábanas que los cubren, se presienten muebles y utensilios necesarios que no caben en las casas de la gente que nos acoge. Al otro lado, una vecina evacuada se dio la vuelta. Nos contó que compartía piso con demasiada gente, por lo que su madre estaba desubicada, inquieta. Le buscaba acogida con algún familiar por un par de días para tranquilizarla. ¡Es que mi madre…! Y ahora qué, nos dijo un amigo que lo ha perdido todo. Todo: vivienda, plataneras, viñas. Sentado sobre el escalón del portal, se masajeaba la frente. Luego con la cabeza gacha le daba vueltas con las dos manos a la gorra.  

Y es que el volcán no da tregua. Lo avisaron los previos temblores. La lava se abrió en abanico; desde el cono resquebrajado, bajaba llameante, inmensa, impaciente, como si quisiera dejar apresuradamente la montaña que creó, ahí no pasa nada, lava sobre lava sobre lava; así que su prisa es llegar al valle, y otear los márgenes, explorar la orilla, inspeccionar las fincas, las casas que aún resisten y abrir los brazos a sus anchas. Y abrasarlas con indolencia. Con movimientos de serpiente hambrienta, provocadora, con formas caprichosas. Las humilla, las silencia y dejan de existir.

Porque los rostros de las gentes que han visto aterradas de qué modo la lava sepulta para siempre sus viviendas y fincas son un grito espantado que se arruga alrededor de los ojos. Lo expresan en silencio, como si quisieran mitigar el zumbido infernal de la erupción con más silencio. Van a esbozar una sonrisa y sienten vergüenza de la sonrisa; no quieren transmitir su horror, sino el poder inexorable de la naturaleza sobre la naturaleza humana. Temen que, al decir, Pues aquí estamos, se les quiebre la voz, se les vea desnuda tanta fragilidad. Caminan formando ondulaciones, como si recorrieran la huerta esquivando los semilleros, como si fueran las sombras de sus flores.

En la madrugada del sábado nueve de octubre, la cara norte del cono se desmoronó nuevamente originando un ramo de coladas como un cucurucho colmado de helado que se derrite. De madrugada, a las tres, a esta hora en que los evacuados trasnochados consultan con lo que queda de cielo qué nos deparará el amanecer, el río lávico, desde la elevada loma, relumbró rojizo mostrando inaccesible su ferocidad. Nada bueno iba a pasar a los de abajo. Arrasó viviendas en el Paraíso, la antigua quesería, entró de lleno en la zona industrial.

¡Esta devastación era lo que anunciaba su violencia de anoche! Rugía como si no existiera nada más que ruido alrededor del valle. ¡Ese estrépito no es normal!, este mensaje brillaba en las pantallas de los móviles a las tres cincuenta de la madrugada.

Imposible luchar contra el volcán. Arrasa lo que pilla por delante. Esto es lo que hay, dice la gente. Y Wikipedia dice que Todoque fue, que existió, y que lo destruyeron las coladas de lava del volcán de Cumbre Vieja. Y sus sombras, ¿dejan de existir también las sombras?

Será porque los lugares entrañables de Todoque que sobrevivieron a anteriores sacudidas, el domingo diez, se entregaron rendidos al atroz fuego líquido. Desde Tazacorte vimos la colada avanzar sin tregua por la parte norte de la montaña de Todoque; ya cumplió su propósito. Bajó por el camino Cabreja hacia el Cardonal y arrasó las plataneras de la zona de Pinguita. Sus más de mil grados inhalan el oxígeno que hay alrededor, es por ello que no provoca incendios, y discurre como si tuviera el itinerario interiorizado. Le decimos, por ahí no, por aquí no; pero en un pis pas la columna de humo blanco que genera el proceso de evaporación da por sentado que la colada se lanzó de cabezas al extraordinario estanque de aquella finca, junto a la cuadra, que hace un momento parpadeaba con el alisio; ni siquiera el agua es capaz de ahogarla. Nada la mortifica.

Y sin ver el final. Según los científicos, después de veinticuatro días de erupción el volcán se podría estar reactivando. No afloja, lo indican los terremotos constantes y los análisis químicos diarios de las rocas y gases que expulsa. No hay indicios de que vaya a mermar pronto su actividad. Incluso últimamente surgen rayos por rozamiento de la ceniza en la columna eruptiva. Rayos volantes que parece que brotan de la nada.  

Este martes festivo, mejor borrarlo del mapa. La colada norte, que el sábado colapsó, arrasó implacable la zona industrial del Callejón de la Gata, el Punto Limpio (sitio impecable de gestión de residuos del Valle); las construcciones a las que les perdonó la vida en su anterior saqueo, ahora las remató. En El   Pedregal, La Laguna, se llevó lo que pilló por delante. Qué tristeza las entrañables viviendas de nuestra gente, a la espera, abrigadas por los árboles; las chimeneas oscurecidas por el humo, su aroma a intimidad. Ceden ante un destino terrible. Y cesan. Sin un chillido, sin un grito.

Nos dan ganas de decirle de frente, cara a cara, coge lo que quieras. Elige, pero ya. De una vez, elige. Solo para sentirnos invulnerables un segundo.

No queremos que nos hagas más daño. 

Lucía Rosa González

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