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‘Grillo’ y la Calle Real

Juan Capote

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Dos veces entró el Grillo en el Real Nuevo Club. Las mismas en las que se había paseado por la Calle Real. Una de ellas lo hizo en la sede náutica, a la espera de participar en el circo carnavalero, organizado el año después de la exitosa Boda del Siglo. Se suponía que el caballo iba a ser el protagonista involuntario del número acrobático que pensábamos realizar Maurito, Isidoro y yo, a sus lomos, durante el desfile por la calle principal. Previamente fuimos a caracterizarnos de bailarinas circenses en casa de Malula y Mauro, donde sabíamos que una buena provisión de whisky nos esperaba en el hogar de un abstemio. Para insuflar nuestro valor nos bebimos media botella a un ritmo más que rápido. Quizás por eso tuvimos que esperar a vernos fotografiados, dos días después, para ser conscientes del aroma a prostíbulo francés de la belle époque que embargaba a nuestro aspecto.

En cualquier caso, el desfile fue un éxito. Al menos hasta que tuvimos conciencia. El caballo iba sin silla y nos encaramábamos a él, tras subir los tres peldaños del taburete que Malula nos había prestado, el cual, de manera inexplicable, desapareció de nuestro control sin que nos diéramos cuenta. Con esperada osadía, a tenor de nuestro nivel etílico, nos poníamos de pie sobre su lomo para más tarde abrir lentamente nuestras piernas y deslizarnos hasta quedar sentados sobre el cuadrúpedo. Después nos deslizábamos hacia atrás para dejarnos caer por el trasero del animal hasta llegar al suelo. En la vez que me tocó hacerlo, pasado El Puente, ya Isidoro se había dado un considerable, pero sin consecuencias graves, leñazo. Cuando me deslicé hasta los adoquines oí una voz peculiar detrás de mí. “¡Juan, Juan!”. Me di la vuelta para encontrarme con Antonio Gala, al que me habían presentado unos días antes. “Juan, te habrás desangrado al bajarte por el trasero del caballo...” No sé si me reí, pero fue lo más probable.

Poco después, el joven Adolfo, que actuaba de palafrenero, se llevó el caballo, no recuerdo si por iniciativa propia o por consejo de algún sensato adulto, así lo que no nos quedó otro remedio que ir a tomar una copa en la cantina más cercana.

La otra vez que el Grillo transitó por esa calle, tan llena de historia y aromas de infancia, fue durante la cabalgata organizada con motivo de la Bajada de la Virgen, en 1995. Por aquellas fechas teníamos montado un mariachi en el que participaban músicos y miembros de profesiones diversas, todos ellos con talento y oído. Mi papel allí era variado: tan pronto me ocupaba del atrezo como hacía de ficticio manager. En aquella ocasión me tocó encabezar el equipo que cerraban bailando un grupo de adolescentes, hijas de mis amigos, vestidas de lupitas. Y lo hice enarbolando una bandera mexicana mientras lucían en mis cartucheras dos pistolas idénticas a las verdaderas. Y por supuesto lo hice sobre Grillo. El concejal del Ayuntamiento había decidido colocarnos en el final de la cabalgata, pero nosotros, quizás enardecidos por nuestro aspecto de charros, optamos por encabezarla, sin encomendarnos ni a Dios ni al diablo. Así que, ante miles de espectadores, nos encaminamos hacia La Alameda sin mirar atrás. Casi llegando a la plaza, Elsa López me pidió subirse a la grupa a lo que yo accedí encantado. Como mandan los cánones, se pegó a mi espalda y yo me sentí tan abrazado como cuando tuve por primera vez en mis manos su libro El viento y las adelfas, tras lo que sucumbí para siempre a esa poesía que es capaz de acariciar o reventarte el alma.

Una vez finalizado el desfile, nuestros espíritus exaltados optaron por hacer una visita a mi sobrina María, quien no había podido vernos por encontrarse enferma. En lugar de largar la concebida serenata en la ventana de su casa, y toda vez que la misma estaba a la altura de la calle, decidimos realizar la actuación en el interior, junto a la terraza. Grillo, confiado en mis manos, no tuvo inconveniente en adentrarse por un pasillo construido para personas, girar noventa grados y permanecer, como un espectador más, mientras nuestros peculiares Mariachis interpretaban magistralmente el Jarabe Tapatío.

Después de eso volvimos a la Calle Real y, caminando en dirección contraria a lo ya recorrido, los mariachis continuaron con su música. Al llegar a la sede principal del Real Club Náutico entramos todos en el zaguán, cuyo amplio interior ya era para Grillo pecata minuta. En la parte superior del edificio se celebraba un baile, así que muchos de sus participantes se asomaron para vernos. Lanzados como estábamos, pedimos permiso para subir las escaleras con el caballo y ya casi nos estaba autorizando Miguel Perdigón, el presidente, cuando Isidoro, casi siempre más osado que nadie, recuperó su cordura para negarse rotundamente. Allí se quedaron los músicos y yo bajé el resto de la Calle Real, solo con el caballo y una bandera cruzada sobre mi hombro, que parecía la de un ejército derrotado. No sé por qué, pero me embargaba una sensación de tristeza.

Poco después, murió Grillo. De la manera más terrible: solo en la cuadra, por la noche, con un cólico de torsión. Isidoro se lo encontró al día siguiente yacente y traumatizado por los golpes que se había dado contra las paredes, presa de un horrible sufrimiento. No te lo merecías Grillo. Ni yo el que no me dieras la oportunidad de aliviar eternamente tu sufrimiento con una inyección letal. No sé lo que me dolió aquello. Solo sé que todavía me duele.

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