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El último emperador: Trump y la sombra del imperio en decadencia

EL presidente de EEUU, Donald Trump.

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La política internacional contemporánea vive un punto de inflexión que marcará las próximas décadas. La vuelta de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos —y, sobre todo, la orientación de su proyecto político— reabre un debate profundo sobre el liderazgo global, la erosión democrática y el lugar que ocuparán las grandes potencias en el nuevo orden mundial. Nada de esto ocurre en el vacío: responde a un clima geopolítico convulso y a un desgaste interno que recuerda, en muchos aspectos, al declive del Imperio Romano.

Estados Unidos arrastra desde hace años un proceso de polarización extrema y de fatiga institucional. Trump no es la causa, sino el catalizador de un malestar sistémico que ha debilitado la cohesión social y la autoridad moral de un país que durante décadas se definió como guardián del orden liberal internacional. Su lema “America First” fue, en realidad, una forma de repliegue, un síntoma inequívoco de imperio cansado.

Pero si algo ha acelerado la percepción de declive ha sido la ruptura deliberada del derecho internacional. Durante su primer mandato, Trump normalizó acciones que socavan pilares elementales del orden global: desde operaciones extraterritoriales letales sin coordinación ni cobertura jurídica internacional, hasta la amenaza pública de invadir Venezuela, formulada al margen de cualquier resolución de Naciones Unidas y en abierta contradicción con el principio de no intervención. Estas decisiones, lejos de proyectar fortaleza, reflejan el comportamiento típico de imperios en fase descendente: actuar sin reglas porque ya no se confía en la legitimidad propia ni en la solidez de las alianzas.

En política exterior, Trump ha desconfiado de la Unión Europea, presionado a la OTAN, relativizado la importancia de los derechos humanos y reducido la diplomacia a una transacción. Esta lógica es muy similar a la que se observó en la fase tardía del Imperio Romano, cuando la incapacidad de sostener redes de alianzas y la creciente dependencia de decisiones personalistas aceleraron la descomposición del sistema. A medida que Roma perdía liderazgo y se encerraba en sí misma, aumentaban las tensiones internas y se multiplicaban los conflictos en sus fronteras. La historia, como tantas veces, ofrece ecos que deberíamos escuchar.

La política migratoria de Trump es otro ejemplo elocuente. El muro fronterizo, la militarización de la frontera sur y la criminalización del migrante no solo representan un retroceso ético; también expresan un miedo profundo a la transformación demográfica y cultural del país. Roma también vivió esa ansiedad. En los siglos finales, la llegada de pueblos diversos fue interpretada como una amenaza, no como una oportunidad de renovación, y la respuesta fue la fortificación, el control y la exclusión. La estrategia, como sabemos, fue inútil: ni detuvo el declive ni reforzó la legitimidad del poder. Trump reproduce ese patrón, convirtiendo la cuestión migratoria en un símbolo identitario que divide, alimenta prejuicios y erosiona la convivencia.

Desde Europa —y especialmente desde España— debemos analizar este fenómeno con claridad y sin ingenuidades. La estabilidad internacional depende, en gran medida, de que Estados Unidos mantenga un compromiso firme con la democracia, el multilateralismo y el respeto al derecho internacional. Cuando la principal potencia del mundo adopta un liderazgo basado en la confrontación, el aislamiento y la erosión de normas compartidas, el riesgo global aumenta. Y Europa, siempre expuesta a las tensiones geopolíticas, no puede permitirse un Estados Unidos errático, replegado o tentado por el autoritarismo.

La pregunta clave es si estamos ante un episodio pasajero o ante un cambio de época. Roma tampoco supo distinguir, en su momento, cuándo empezaba realmente la decadencia. Lo que sí sabemos es que la fortaleza de las democracias se mide por su capacidad de resistir líderes que intentan doblegar las instituciones a su voluntad. Esa es la prueba que Estados Unidos enfrenta hoy, y cuyo desenlace tendrá implicaciones directas para el equilibrio global.

Trump se presenta a sí mismo como el hombre capaz de restaurar la grandeza perdida, pero la historia sugiere que los liderazgos basados en la nostalgia y en la promesa de poder absoluto suelen acelerar el deterioro del sistema que dicen defender. En el espejo de Roma vemos un aviso: los imperios no caen solo por aquello que viene de fuera, sino sobre todo por sus propias fracturas internas. Y Trump, como un último emperador simbólico, encarna precisamente esa tensión entre el poder personalista y el agotamiento de un modelo que necesita renovarse, no retroceder.

Europa debe estar preparada para esta nueva etapa. No para imitar la lógica del repliegue, sino para fortalecer su autonomía estratégica, defender sus valores y construir un proyecto común capaz de resistir la tormenta geopolítica que se aproxima. En tiempos de incertidumbre, la claridad política no es un lujo: es una obligación. Porque, mientras el orden internacional se resquebraja y las instituciones que sostuvieron décadas de estabilidad se debilitan, Trump continúa actuando como un último emperador, un líder que confía más en su intuición que en la razón, más en el espectáculo que en la diplomacia, más en el conflicto que en el consenso. La historia recuerda a Nerón tocando la lira mientras Roma ardía; hoy, el mundo contempla a Trump en una actitud similar: interpretando su propia melodía, ajeno al incendio político y moral que se expande a su alrededor. Y esa, precisamente, es la señal más clara de que un imperio ha entrado en su fase de decadencia.

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