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Por fuera de la burbuja

Camy Domínguez

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A veces, muchas veces, en medio de una explicación de mi clase de Lengua y Literatura me interrumpen los pequeños grupúsculos de alumnos de esos que tenemos en el sistema educativo calentando sillas hasta por lo menos los dieciséis años. Y como me tienen del tingo al tango haciendo sustituciones cortas, no me da tiempo ni de aprenderme los nombres de los niños. Luego por curiosidad miro sus expedientes y veo que efectivamente con tales notas jamás podrán llegar a hacer la diferencia en nada que no sea incordiar, perder el tiempo y lo más triste de todo, hacérselo perder a los demás. Y entonces suelo parar mi explicación, pues, a decir verdad, el saber que Rubén Darío escribió Prosas profanas o que los participios irregulares de los verbos en español acaban en “to”, “so” y “cho” no es realmente importante, pero el respeto al tiempo de los demás, el saber estar y la empatía, sí. Y sobre todo el hecho de sacar el mayor partido posible del tiempo que estamos en la escuela para agenciarnos un futuro más o menos cómodo...

Siento que es mi responsabilidad, aunque no me contraten para ello. Y en ese momento dejo de hablar del Modernismo y del sistema verbal y, no sé por qué arte de birlibirloque, de pronto me vuelvo una oradora brillante. Yo, con lo tímida e insegura que soy, y las palabras brotan de mi boca improvisadamente y en un tono cada vez más susurrante y más sincero. Como suelo decirles, “desde el cariño, como si fueran mis hijos”. Los niños, que antes estaban sonrientes contándose sus chismes, van progresivamente tornándose serios, sentándose correctamente en sus sillas y abriendo los ojos, como si de repente una mala bruja les hubiera pinchado la burbuja de comodidad que los envuelve y los hiciera sentir responsables de su futuro. Pienso que cualquier día me va a venir una horda de padres enfurecidos a ver por qué me he atrevido a sacar a sus retoños de la feliz y aletargada inopia en que nuestra sociedad los ha colocado. Es como contarles antes de tiempo lo de que los reyes son los padres, para que me entiendan.

Y sí, el sistema tiene la culpa. Y los mayores también. Los hemos colocado en algodones para que no sientan frustración ni miedo, pero nadie les cuenta lo que hay más allá de la carne de esa burbuja y a mí, ¡qué osada!, no se me ocurre otra que decirles que en un año o dos el sistema les dará una patada en el culo y los lanzará a buscar un lugar en el mercado del trabajo, a competir con los más de doscientos mil parados oficialmente registrados en esta comunidad autónoma, que se presentan por centenares con sus trajes y corbatas a duras oposiciones para una triste plaza de conserje o de operario de limpieza, que van a tener que competir con gente de mi generación, a veces hiperpreparados y algunos realmente brillantes... Y menudo atrevimiento el mío de soltarles a bocajarro que lo único con lo que ellos podrán contar si no hacen algo para evitarlo es con su juventud, lo cual solo sirve como gancho para la explotación por parte de empleadores sin escrúpulos. A no ser que les respalde, claro está, una familia poderosa o un mecenas que ya les tenga preparado el puesto a medida para, cuando salgan, cosa que yo todavía no he visto.

Acto seguido, se remueven en sus asientos, pensativos, sabiendo que posiblemente tengo razón, y así puedo volver a los cisnes y pavorreales simbólicos de Rubén Darío o a terminar la explicación de la funcionalidad del pretérito perfecto compuesto. El silencio durará unos cinco minutos aproximadamente hasta la siguiente parada, pues si hay algo de lo que pueden alardear nuestros chicos es de la fugacidad de las ideas en la memoria...

En estos últimos días en mi clase de Apoyo Idiomático tenía un chico de diecisiete años, venido de algún barrio bajo de Sao Paulo, donde, según me dijo, vivía en condiciones precarias con sus padres y muchos familiares en una casa muy pequeña. Me encantaba su acento dulce, así que, para practicar la conversación en español y un poco para despedirnos porque era nuestra última clase, pasé de los formalismos y le pregunté sobre la idea que tenía para su futuro. Me sorprendió bastante la claridad de sus objetivos. No suelo tropezarme con chicos españoles con esa decisión y ese punto de vista, sino con el típico soñador acomodado en que todo se lo va a encontrar hecho a la medida de sus caprichos.

Este muchacho, que vestía con bastante austeridad y a veces me esperaba acurrucado en el suelo en una esquina del instituto, me contó que ahora vivía con mucha incomodidad en un piso muy pequeño y la convivencia con su familia se había convertido en un infierno. De hecho yo lo había notado como taciturno y triste. Quería rápidamente hacerse con unos estudios de diseñador gráfico, que era lo que le gustaba, y a la vez se planteaba trabajar en algo como ayudante en un restaurante, pero tampoco tenía una cualificación ni siquiera una edad como para conseguir un sueldo de un mínimo de ochocientos euros que le cobrarían por un alquiler en aquella zona, de lo cual ya se había informado. Así que estaba pensando que buscaría un compañero para alquilar a medias y necesitaría ganar como mínimo mil doscientos euros. Pero tendría tres trabajos simultáneos, la escuela, los estudios y la casa, y no sabía cómo abordaría tanta responsabilidad. Se lo veía desesperado... tan joven, pero despierto, maduro, con los ojos abiertos a la dura realidad. En esas sonó el timbre del final de mi última clase con él.

Y salí al pasillo donde tantos adolescentes mostraban su alegría sin más preocupaciones que “mi nuevo móvil”, “el próximo tatuaje que me voy a hacer”, “el niño rubito de la clase de al lado que tanto me gusta”, “el brillantito de la uña postiza se me ha desprendido”...

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