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Egoísmo gestacional

Nieves González Arrocha

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Hoy me apetece hablarles de mi amiga Ana: decidida, consciente de lo que quiere y de lo que hace, sincera... Bueno, ya saben que este no es su nombre verdadero, ni se trata de mí, tampoco, que no hace falta referirse a una amiga para hablar de una misma, a ver, que no estoy tan tarada. Simplemente es una historia posiblemente real que invade la vida de una persona e incide en sus decisiones. Una mujer como otra cualquiera. Una mujer con una relación de pareja en la que ambos aman, discuten, llegan a acuerdos… Vamos, lo normal en estos casos. Una mujer que vive en sociedad, y como tal su vida transcurre dentro de ella. Una sociedad que en ocasiones te arrastra a algo que quizás no es lo que realmente deseas.

¡No quiero tener hijos! Gritó con los ojos fuertemente cerrados y con una energía como si, paradójicamente, hubiese alguien en su interior que la empujara a hacer aquello. Ana nunca había reunido el valor suficiente para decir lo que sentía sin pronosticar que iba a ser juzgada. No había tenido el valor para decir que no, que no pensaba ser madre, que no quería ser madre.

Todo comenzó cuando cumplió 33 años, que podría ser por aquello de que es la edad en la que murió Cristo, pero vamos, que no sabe si fue simple casualidad o eso tuvo algo que ver. El caso es que no había cumpleaños, navidades, almuerzos de domingo, entierros o hasta un simple café, en el que no se le comentase a Ana aquello de: ¿y qué?, ¿para cuando los niños? Mira a ver, Anita, que se te seca la flor. Luego te vas a arrepentir. Mira a la tía Aguedita: sola la pobre después de la muerte del marido. ¿No será que Juan no puede? Deberían ir al médico a mirarse, a ver. Un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. ¿Vas a dejar a tu padre sin la ilusión de un nietito?

Sus padres, amigos, las compañeras del trabajo, la vecina... ¡Hasta las doñas con las que se encontraba en el súper a diario le dejaban caer algo! Ana llevaba tres años soportando aquellos comentarios día tras día. Ya no podía más. Era tanta la insistencia que en ocasiones la habían hecho dudar, creyendo incluso en una necesidad irreal de que le faltaba algo para sentirse completa. Le hablaban de la llegada del verdadero amor, del arrepentimiento que tendría cuando ya no tuviese posibilidad, de que quizás lo que sentía era miedo por no ser Juan el hombre adecuado, y de la felicidad plena que jamás experimentaría y que solo se alcanza cuando eres madre. Eran tantos los aspectos positivos de aquella experiencia que consiguieron tambalear a Ana y sus convicciones. Y se lo pensó. Llegó a plantearse ser madre, pero ella sabía que no lo necesitaba, que era plenamente feliz en su vida y que realmente no quería esa vida idílica de la que todo el mundo le hablaba y presionaba a escoger. Prefería arrepentirse de no tener hijos que arrepentirse de tenerlos. Su elección era clara y rotunda: no quería ser madre.

¿Por qué? ¿Por qué esa insistencia de ser madre? Y… ¿por qué hay que explicar al mundo esa decisión como si tuviésemos que pedir permiso? Una mujer no explica por qué ha elegido serlo, simplemente se da por hecho que tarde o temprano desarrolla esa necesidad. ¡Qué gran engaño eso del instinto maternal!

A un hombre ni se le pregunta. ¡Claro, a él no se le pasa el arroz! Y con esto no quiero decir que tener hijos no sea un privilegio. Creo que es uno de los actos de amor y valentía más grandes del mundo. Pero sí que soy de las que opinan que es una elección, y como tal debemos respetarla. Sin cuestionar. Sin presionar.

Simplemente dejando que la mujer, igual que el hombre, decida sobre su futuro y su vida. No tener hijos no es un acto egoísta, es una elección meditada y llena de madurez, exactamente tomada de la misma manera que se elige tenerlos. ¿O no?

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