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Espacio de opinión de Tenerife Ahora

Ley de vida

Román Delgado

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No recuerda bien si fue un domingo o quizá otro día más vulgar, aunque la verdad es que tampoco sabía diferenciar los más vulgares de los menos. Aquel día, el que fuera de los siete de la semana, resultó ser uno muy especial, pero tantos años después ya no podía recordar si además coincidió con un domingo.

Bueno, sin duda se trataba de algo poco relevante en el desenlace de esta historia. En cambio, sí tenía muy presente que fue a la hora del café, no del primero ni del segundo, sino más bien del tercero. Quizá del cuarto. Por qué no el primero. Esta apreciación siempre depende de lo cafetero que se sea y no tiene mayor trascendencia en el desenlace de esta historia. Lo crucial es que ocurrió después de la hora más común para el almuerzo, justo cuando cualquiera que no sea rematadamente raro, en un día más vulgar o menos, busca y encuentra un lugar cercano al fresco, siempre al aire libre y mejor debajo de casa, en el que disfrutar de un aromático café. “Por favor, corto, bien concentradito y que me sepa a café, que tenga su sabor característico. Ya usted sabe. Ah, y no se olvide de la cañita de agua con gas; eso, un poquitín de nada. Gracias, buena mujer”.

La rutina es la rutina y ella solita siempre se encarga de definir los mismos paisajes urbanos incluso con alevosía de presencia humana, aunque esta vez, esta vez…, todo iba a ser distinto, muy diferente y sorprendente, por inesperado, por tratarse del peor de los eventos.

Bruto, perro educado y bien adiestrado, un guía diez, siempre caminaba en paralelo, con el mismo paso que ella y sin el amaño de las reglas que tan bien había aprendido en sus tiempos de cachorro. La puerta se abría después de las tres de la tarde, siempre a esa hora, él se colocaba en posición de salida, puerta abierta, puerta cerrada con llave, “qué fea se ha puesto la cosa con tanto robo”, ascensor que llega tras la oportuna llamada, adentro, abajo, afuera, en la acera.

Así todos los días, los más feos y los menos, aunque todos se parecían demasiado. La acera, como siempre, sucia, bien sucia, que si no esta ciudad no es Santa Cruz; suciedad generada por sus pobladores más indecentes. Luego un corto y sencillo recorrido hasta llegar a la terraza.

Bruto se sabía, ¡no podía ser de otra manera!, el camino de ida y de vuelta: pa’rriba, sentada larga junto a la mesa con café y vaso de agua, pausa y pa’bajo.

Entonces se alcanzaba la puerta de entrada al edificio y, unos segundos más tarde, otra vez en el mismo sitio, en idéntico lugar, en las cuatro paredes de siempre y a esperar al siguiente café, siempre veinticuatro horas más tarde. Lo mismo, siempre lo mismo, siempre igual.

El perro guía llegó a la mesa siempre deshabitada a esa hora, la misma de siempre colocada encima de las baldosas de siempre y con la misma sombrilla sucia de siempre, e hizo lo que tocaba: echarse sobre la marca de su cuerpo que se dibujaba en el pavimento y aún permanecía del día anterior. Todo se lo sabía de memoria y jamás rechistaba. Ahí él estaba en su sitio, en lo que le correspondía, haciendo su labor, para lo que había sido adiestrado.

A su lado, en una silla de aluminio con trenzado de plástico sintético, la jefa, doña Eulalia, la gran señora del barrio en los últimos tiempos castigada por la enfermedad y la ceguera. Pese a tan lastimosa circunstancia, era la de siempre: sobria, seca, de pocas palabras, directa y a lo suyo. Siempre a lo suyo, hasta en los momentos más críticos.

Bruto caía a un lado, a su derecha, siempre en ese flanco y sobre la misma marca de cuerpo desplegado el día anterior. A nada, a unos centímetros y agarrándolo con una cuerda casi sin tirantez, doña Eulalia, siempre vestida con la máxima elegancia, bella dentro de su estándar y grupo de edad y altamente coqueta y arreglada. Sobre la mesa hay un único cenicero que más parece un arma desplegada para abrir la cabeza al que se lo merezca. También está el periódico local, poco leído, doblado en dos partes y que a ella de nada le sirve. Se inaugura una estancia de calma y tranquilidad hasta que llega alguien de dentro, del bar con barra de aluminio inoxidable, todo un clásico. Es la conocida camarera, jefa y propietaria a la vez.

-Buenas, doña Eulalia. Qué tal anda hoy. ¿Lo de siempre, verdad…?

-Sí, lo de siempre. Por favor, corto, bien concentradito y que me sepa a café, que tenga su sabor característico. Ya usted sabe. Ah, y no se olvide de la cañita de agua con gas; eso, un poquitín de nada. Gracias, buena mujer.

El perro, en este trance de tarde repetida y papeles volando por la acera tras la entrada inesperada de un fisco de alisio, no contaba para nada, pero solo por un momento, como más adelante se verá. Bruto solo se limitaba a la tarea de vigilancia y compañía. Quieto, inamovible, el único gesto que realizaba a menudo, siempre dependiendo de la música de los transeúntes, tenía que ver con poner más o menos rectas sus orejas, según quisiera oír más, por si acaso, o según adoptara pose de más relajado, como si no hubiera moros en la costa.

Llegó el café y el agua. Solo habían pasado unos minutos, un tiempo totalmente inapreciable para doña Eulalia, que se hallaba otra vez disfrutando del placer de estar sentada en una terraza fuera de casa, pese a tenerla a solo unos metros de su vivienda. Tampoco pedía más, por la edad, la enfermedad, la apatía, la sensación de que estaba diciendo adiós a este mundo.

-Aquí tiene usted, doña Eulalia. Espero que esté a su gusto. Ah, y el agua, que ya nunca me olvido de su cañita de agua. Ya era hora, pensará usted. Que lo disfrute.

La camarera, jefa y propietaria, la única que atendía y se encargaba de todo a esa hora de la tarde, giraba al momento y regresaba a su rutina detrás de la barra, como siempre hacía hasta que veía pasar, en el camino de vuelta, a doña Eulalia, en este caso con Bruto siguiendo el paso por el lado contrario.

Eran las tres y media, no más. Bruto quieto, paralizado, con su ritmo vital solo alterado por las orejas arriba y abajo. Ella a su lado y la camarera, jefa y propietaria dentro, en su tarea. Los tres solos: dos quietos y una en obligado movimiento. La tarde que se desploma, el alisio que se calla y deja que se depositen los papeles al azar, Bruto que empieza a hacer más cosas que elevar o plegar las orejas, el sol que va y viene, la ciudad que se queda quieta, el tráfico que no existe, el día que se para, la correa que ya no la sostiene una mano con puntual manicura, el perro que se siente libre, que se asusta, que mira a su acompañante, a la razón de su existencia, que nota frío, quietud, ausencia de latido, el café que se enfría, que deja de lanzar el penacho de aroma, el ruido que huye, que desaparece, la vida que corre y se destroza, Bruto que ya no está quieto, que se alarma, que hay algo que no le cuadra, que se levanta, que va con el ladrido a todo volumen en busca de la única persona que está en aquel rectángulo de ciudad muerta, que habla a su manera, grita a su manera, que agarra a la camarera, jefa y propietaria, que la conduce todo lo deprisa que puede al lugar donde está doña Eulalia, que parece dormida, agotada, con ojos cerrados, descansando como si muriera, quieta, bella dentro del estándar de su edad, con las extremidades sin fuerza, con la barriga y el resto de protuberancias sin movimiento alguno, Bruto ladra, sigue ladrando y la camarera, jefa y propietaria no entiende nada, se asusta, vuelve a la barra y coge el móvil, no sabe muy bien qué hacer pero el sonido incesante de los ladridos, intensos y graves, la conducen a llamar, marca el 1-1- 2, comenta al asistente que hay una persona mayor en su terraza que no se mueve, que no respira, que le ha dado algo, que no sabe, que manden urgente una ambulancia, el perro ladra y labra y doña Eulalia no despierta, Bruto se sube a sus muslos e intenta lamerle lo que encuentra más cerca, no hay reacción, algo está pasando y se parece a la muerte, la muerte en un día que se ha vuelto oscuro, un día sin gente, vulgar, cualquier tarde que no se deja querer, que es una más, que solo quedará en la memoria por este evento, por el triste desenlace, la ambulancia ya grita que está a punto de llegar, la camarera, jefa y propietaria no deja de moverse y de tirarse de los pelos, no puede hacer nada porque nadie hay por allí, la ambulancia llega, se la llevan en menos que nada, limpia la mesa, recoge el café frío, pasa el paño para barrer más de una lágrima y eliminar cuatro granos de azúcar, entra en el bar, se dispone a cerrarlo, no está para nada, mañana será otro día, se olvida del perro, no se acuerda de Bruto, cierra una puerta y dos y tres, mira a su derecha desde la acera y nadie, pega el aviso con el motivo de su huida, mira a su izquierda y allí lo tiene echado sobre el pavimento nuevo, se acerca a él, lo acaricia, lo besa por todos lados, se lo come, llora sobre la lana que lo cubre, lo coge por la correa y lo hace caminar hasta llevárselo a no sabe dónde, va al parque, se sienta ella en el banco y él bajo sus piernas, piensa en lo ocurrido, están tristes, muy tristes, alarmados, sorprendidos, desolados, descolocados, alocados… Están vencidos.

Ella ahora parece que se quiere dormir. Está más calmada. No aguanta más y entra en duermevela. El perro igual, quieto, desplegado sobre piezas desconocidas y en posición de alerta, con las orejas arriba y abajo. Ella se duerme, el frío aprieta y se abriga, sube el perro al banco y se abraza a él. Los dos pasan a estar calentitos y es cuando tiene el mejor sueño desde hace muchos años. Sonríe porque ya jamás va a estar sola. La lluvia la despierta, los despierta, y se van a casa a iniciar una nueva vida. La muerte, sin quererlo ni desearlo, les ha dado alas. “Ley de vida, ley de vida”, se repite la camarera, jefa y propietaria mientras busca cobijo en su vivienda. Lo repite y repite la camarera, jefa y propietaria. Lo repite Esperanza, que así se llama.

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