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27 lunas

Indra

Indra Kishinchand López

Dejamos de fumar porque no teníamos dinero. Aquel fue el primer vicio que abandonamos de manera consciente. Paulatinamente fueron cayendo todos los demás; las cervezas a media noche, el tequila de madrugada, las ventanas abiertas en invierno, el amor en febrero, la lluvia de mayo...

Decirle adiós a los cigarrillos fue un presagio de que nuestro amor se acabaría pronto. Sabíamos que el dinero también terminaría por destruirnos las ganas y nos quedamos en silencio contemplando la cajetilla vacía que nos anunciaba nuestra pronta y más que posible muerte.

Él trabajaba de doce a diez en un bar de las afueras de Madrid. No fumar era más complicado rodeado de jóvenes y cañas, pero, aun así, resistió. Por aquel entonces yo era secretaria y tardaba dos horas de casa al trabajo y del trabajo a casa. Por eso escribía todo el rato; en el metro, en el tren, en el baño. Séptimo y último vicio destruido. Desaparecido entre los raíles y las alcantarillas.

Solo en ese momento me empecé a preocupar. Antes, durante cada trayecto, cerraba los ojos y me aparecían las palabras. Deseaba no tener que abrirlos para escribir y los volvía a sumir en la oscuridad con rapidez, para que no se escapara la inspiración. Cuando se acabó el vicio me di cuenta de que siempre le había enseñado mis textos a aquel apuesto camarero durante nuestras cervezas a media noche. En ninguno dije quién era.

Él no sabía, por ejemplo, que me gustaba dormir con el cabecero a mis pies, que cuando era una niña me escondía entre las piernas de mi madre para evitar saludar a los desconocidos, que ahora lo que hacía era refugiarme en sonrisas a metros de distancia. Él no sabía que mi sueño era vivir en la India un tiempo, que pintaba mapas en la pared que nunca terminaba, que solo me gustaba dar la espalda en las fotos, que odiaba la Navidad y aquellas luces estridentes colocadas dos meses antes, que adoraba viajar en tren y el mar en invierno. Él no sabía que, en realidad, yo no quería fumar, solo quería escribir.

Por eso no lo culpo. Me abandonó porque sí era consciente de que yo le había ocultado la parte más importante de lo que era. Me dejó en aquella ventana con nuestra primera copa de vino a medias y con resignación en la mirada. Me suplicó que se lo contara antes de marchar, que le diera un solo motivo para quedarse, como si esa labor me correspondiera a mí. Pero su ausencia era su salvación y mi perdición, así que, como siempre, como nunca antes, dejé que el vacío hiciera el trabajo por mí.

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