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Lo ridículamente correcto

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Ylka Tapia

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Hay ciertas acciones que solo se pueden llevar a cabo mediante las palabras. Por ejemplo, pedir perdón, comprometerse o establecer alianzas requieren su uso. También para decir mentiras, conocidas en el mundillo de los lingüistas como los “parásitos del lenguaje”. Así, los embusteros devalúan las palabras, carcomen su sentido. Sobre todo cuando un texto, perfectamente estructurado y grandilocuente, resulta ser un acto de mezquindad y falsedad. Tan asombroso es un idioma en cualquiera de sus manifestaciones.

Los medios de comunicación de masas son, digamos por tradición, expertos en la perversión del habla, como la sistemática manipulación lingüística de la propaganda. Esta arma solo busca un fin: la difusión de un mensaje que influya en los receptores. De ahí el poder que tienen las palabras: son capaces de condicionar el pensamiento colectivo. Por ello, es necesaria una selección precisa, correcta y libre de la llamada “cosmética lingüística”, definición del académico Manuel Casado Velarde.

Esta última hace referencia, y continúo con las investigaciones de Casado, a cómo el lenguaje políticamente correcto procura sustituir vocablos aceptados por una comunidad por otras denominaciones de nuevo cuño que no consiguen sus cometido sino solo son “una enfermiza ocultación de la realidad a través del eufemismo”. La falta de precisión léxica, en su opinión y que comparto, no solo incomunica, sino también nos lleva a una irrefutable verdad: “El uso neutro es una utopía”. Como cuando un ministro de economía soltó, sin despeinarse, que la economía española arrojaría cifras de “crecimiento negativo”. Ajá. Era demasiado peligroso decir que se entraría en una recesión. Quizá algunos políticos caigan tan mal porque sueltan improperios y no falsa cortesía; no estamos acostumbrados a que nos abofeteen con dosis de claridad. Lástima que Trump sí tenga maestría en hacer creer que él sí se atreve a gritar en sus apariciones públicas con objetividad, aunque sea más ficticio que su bronceado.

Cada voz tiene una connotación valorativa y su utilización puede llegar a normalizar una situación que, por razones morales, no debería serlo. De hecho, cuando un acontecimiento es demasiado hiriente para las audiencias, tanto que duele su conocimiento, el eufemismo se presenta como la vía más fácil para “correr un tupido velo”. Pero tampoco hay que irse muy lejos cuando el ejemplo más ilustrativo y machacado es el de persona de color en vez de negro, como si este vocablo no fuera tan digno como blanco, que no tiene una carga peyorativa como maricón. Luego se consideró que no era adecuada la apostilla de color y se optó como especificar la procedencia, tales como afroamericano o subsahariano. Y, claro, no se quedaron del todo satisfechos, ya que la antigua manifestación acababa siendo ofensiva y había que buscar un nueva… La lucha contra la discriminación tiene como uno de sus frentes el uso del lenguaje mostrando, en algunas ocasiones, un matiz de ignorancia.

Debemos priorizar con rigor cada término, sobre todo si este tiene como fin visibilizar un problema, pese a la dificultad de informar sobre determinados tópicos sin herir a ciertos grupos étnicos, minorías o creencias religiosas; y no me refiero a cómo las revistas de moda indignan, de vez en cuando, a los tuiteros con publicaciones sobre “tallas grandes”, “curvilíneas” o “mujeres reales”. ¿Cómo que reales?; ¿las delgadas no son mujeres? Suavizar la descripción de un hecho no lo minimiza y, mucho menos, ayuda a su erradicación. Como la violencia sexista, también (mal) conocida como violencia doméstica o familiar, uno más de los cientos de eufemismos leemos y escuchamos cada día por parte los responsables de la gestión pública. A estas alturas, hay que subrayar que primero hay que transformar la realidad para que su reflejo sea nítido en el lenguaje, pero en su forma correcta: mediante la crítica social y de pensamiento, así como dejándonos de escandalizar por chuminadas. Ea, que ya somos mayorcitos.

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