En el mundo empresarial hay algo más que absoluta unanimidad al aplaudir la reforma laboral del Gobierno, realizada de la manera que más gusta al Partido Popular, mediante Real Decreto que, por imperativo legal, llevará al Congreso de los Diputados días después de su entrada en vigor sin necesidad de buscar el voto de ninguna otra fuerza política más allá del que los que le va a prestar Convergencia i Unió, necesitada del aliento del PP para sacar adelante sus extremas reformas en Cataluña. Los empresarios están sencillamente eufóricos porque en nombre de la competitividad, en nombre de la productividad y de la modernidad más ultra liberal -qué paradoja- se van a sacudir de encima a un montón de trabajadores que hasta ahora no habían despedido por no querer indemnizarlos con 45 días por año trabajado. Aplauden con pasión a Mariano Rajoy aún a sabiendas de que lo que hay detrás de esta reforma laboral, de este impresionante recorte de derechos laborales, el mayor de la historia de la democracia, no es el deseo de generar empleo, ni siquiera el de convertirnos en una potencia económica competitiva que rivalice con China en manufacturar a medio euro la hora. El primer objetivo es el que se puede escuchar en los off que se les escapan a los ministros: hay que calmar a los mercados, decir al mundo que este es un país serio, un país que cumple con sus compromisos. ¿Compromisos? ¿Qué compromisos? Claro, el compromiso de quebrar el diálogo social y poner en mano de los empresarios lo que siempre habían soñado: la capacidad de decidir el destino de sus trabajadores, poder bajarles el sueldo cuando quieran, trasladarlos, cambiarlos de categoría, convertirlos en definitiva en esclavos de un país súper moderno y súper competitivo. La crisis, generada por los mismos poderes, alcanza de carambola devolver el poder a los poderosos. Y todavía faltan las medidasde después de las elecciones andaluzas. Ha vuelto, señoras y señores, el modelo feudal a las relaciones laborales.