Hablando de españolidad, menear mucho el asunto de los toros no parece que sea cosa que nos convenga mucho. Primero porque siendo como es fiesta nacional y distintivo turístico indudable, convertirlo en asunto de polémica cotidiana no hace otra cosa sino aventar el trasfondo de esa manifestación que se mueve entre lo cultural y lo salvaje, entre lo heroico y lo criminal. Así que si Cataluña prohibe las corridas -mientras mantiene otras aberraciones como los correbous- y Televisión Española las elimina de su parrilla, mejor no meneallo mucho atendiendo al hecho nada baladí de que el que quiera toros puede seguir acudiendo a muchas plazas cada vez que le venga en gana. Otra enseña nacional es la Santa Madre Iglesia, esa que tanto bueno ha hecho por los españoles a lo largo de tantos siglos y que, con un fervor y una capacidad de sacrificio que ya quisieran otros para sí, pretende seguir haciéndolo otros cuantos más. Que con el dinero de todos los españoles le sigamos sufragando sus gastos, sus manifestaciones multitudinarias silicio en mano en contra de derechos y libertades tanto tiempo ansiados, no parece que contribuya precisamente a transmitir una imagen exterior de país moderno, aconfesional y respetuoso con el credo de cada cual. Gastarse 50 millones de euros en unas jornadas de la juventud para reforzar el dogma contraviene los designios de Bruselas, que día tras día nos recuerda nuestra condición de manirrotos.