Los medios de comunicación somos en gran parte responsables de ciertas estupideces que se terminan consolidando en la colectividad, como comprar menos cava o temer la fractura de la unidad de España como destino en lo universal. Era fácil creer que tal disparate era producto de las calenturas palaciegas propias de los que no saben perder o de los que no saben ganar, pero nunca nos imaginamos que, de repente, asistiéramos aquí a una desquiciada sucesión de infortunios porque un iluminado decide editorializar pidiendo que se cambie el nombre de Gran Canaria o porque dos changas agredan en Tenerife a un catedrático peninsular afincado en la isla de enfrente por una discusión en un restaurante. Alimentar esos monstruos (con perdón por el del lago Ness) puede tener consecuencias catastróficas porque lo siguiente será que alguien le dé dos tortas a un chicharrero en el parque de San Telmo o que un parlamentario exaltado presente una proposición de Ley reclamando la ruptura de relaciones diplomáticas entre las dos islas. Un poquito de mesura no vendría nada mal, así que limitemos las cosas a lo que realmente son: un editorialista sin credibilidad y un condenable acto protagonizado por unos energúmenos. Nada más.