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Sobre los cuerpos

A un perro le resulta indiferente que alguien esté vestido o desnudo a su lado. Todas las personas que han convivido con un perro saben a qué me refiero. El animal nos mira imperturbable porque no le dice nada nuestro cuerpo, lo único que le importa es nuestra presencia, lo que hacemos, cómo ocupamos el espacio e interactuamos con él. A los niños muy pequeños les pasa algo parecido: no sienten extrañeza ante sus padres sin ropa. A un perro o a una niña muy pequeña les da igual el grado de definición de mis músculos, si tengo más o menos vello corporal, las arrugas, la sequedad de mis rodillas, las canas, las primeras señales de mi inevitable decadencia.

Crecemos y vamos llenando la carne de significado y al hacerlo dejamos de verla. Estamos tan llenos de imágenes de lo que debe ser un cuerpo que somos incapaces de mirarnos con limpieza incluso cuando en la soledad de nuestra habitación, al salir de una ducha placentera, nos situamos despojados de adornos y artificios ante el espejo. Lo que es bello y lo que no está mediatizado por unos aprendizajes que nos señalan de qué debemos avergonzarnos, qué debe de atraernos, qué tiene que causarnos rechazo en los demás y en nosotros mismos.

Somos un conjunto de órganos ensamblados entre sí que palpitan sin descanso de forma misteriosa. Somos piel conteniendo y expulsando a la vez una rara energía que late adentro de nosotros. Es esa energía la que ven los niños y los perros, la única que les importa. Voces, movimientos, miradas, formas de tocar, formas de decir, formas de callar, maneras de estar presentes. La atracción, el magnetismo y la belleza descansan, sobre todo, en esas cosas. De la soledad inevitable de nuestros cuerpos queremos salir, desesperadamente, para encontrarnos con los otros. Y no hay encuentro mayor que el que se produce cuando dos cuerpos libres de prejuicios intiman y entran en contacto. Por eso los amantes que fusionan sus cuerpos buscando la energía que hay en el otro no envejecen nunca. Por eso los abrazos de los niños nos desarman.

A un perro le resulta indiferente que alguien esté vestido o desnudo a su lado. Todas las personas que han convivido con un perro saben a qué me refiero. El animal nos mira imperturbable porque no le dice nada nuestro cuerpo, lo único que le importa es nuestra presencia, lo que hacemos, cómo ocupamos el espacio e interactuamos con él. A los niños muy pequeños les pasa algo parecido: no sienten extrañeza ante sus padres sin ropa. A un perro o a una niña muy pequeña les da igual el grado de definición de mis músculos, si tengo más o menos vello corporal, las arrugas, la sequedad de mis rodillas, las canas, las primeras señales de mi inevitable decadencia.

Crecemos y vamos llenando la carne de significado y al hacerlo dejamos de verla. Estamos tan llenos de imágenes de lo que debe ser un cuerpo que somos incapaces de mirarnos con limpieza incluso cuando en la soledad de nuestra habitación, al salir de una ducha placentera, nos situamos despojados de adornos y artificios ante el espejo. Lo que es bello y lo que no está mediatizado por unos aprendizajes que nos señalan de qué debemos avergonzarnos, qué debe de atraernos, qué tiene que causarnos rechazo en los demás y en nosotros mismos.