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Días no tan libres

La polémica que genera cada año la publicación del calendario laboral es tan previsible, puntual y aburrida como alguno de los festivos que fija el controvertido documento. La cosa tiene su lógica si pensamos en el interés que esa cuestión despierta entre los ciudadanos y en lo cómodos que se encuentran los políticos con las discusiones inofensivas: se junta el hambre con las ganas de comer.

Lo cierto es que el asunto, ya digo, es previsible, puntual y aburrido y, por todo ello, con escasa capacidad para cambiar el sentido del voto de nadie –esto es, inofensivo en términos políticos– pero no irrelevante. Si me lo parecen, en cambio, los términos en que suele plantearse. Olvidémonos por un momento de si tal o cual celebración tiene arraigo popular, justificación histórica o arrastra devociones sin número, saquemos todo eso de la ecuación y volvamos a echarle un vistazo. ¿Qué nos queda? Si hablamos de la discusión de cada año, no mucho. Pero si separamos lo trascendente de lo importante, queda todo.

Queda, por ejemplo, la promesa electoral del PP de racionalizar el calendario de festivos, y quedan también las razones por las que no se ha cumplido. La propuesta era sencilla: trasladar todos los festivos al lunes más próximo, evitando de esta manera que las celebraciones entre semana rompan ritmos de trabajo o animen a construir puentes presuntamente improductivos. Da que pensar que en cuatro años no hayan sido capaces de sacar adelante tan poca cosa.

Modificar las fechas de los festivos requiere cambiar el Real Decreto que fija el día y mes de cada uno de ellos. Aunque permite algunas variaciones, es un menú cerrado, en el que los platos los han elegido los políticos, los sindicatos, la patronal y los obispos. Empezamos a entender que todo sea tan complicado: del mismo modo que resolver algo tan sencillo y consensuado como la sucesión a la corona se convierte en imposible por el temor a un cambio constitucional –un melón que nadie quiere abrir– acabar con el absurdo de que en diciembre haya dos fiestas con tres días de diferencia obliga a poner sobre la mesa el concordato con la Santa Sede de 1979. Ya no estamos hablando de cuestiones políticamente inofensivas.

Quizá por eso nunca se realizaron los prometidos estudios que cuantificaran la ganancia o el derroche que implica mantener la cosas como están, o cambiarlas. Pero por más escéptico que uno sea sobre los efectos que esto pueda tener sobre la productividad –y yo lo soy mucho– lo de racionalizar el reparto entre el tiempo de asueto y el de trabajo parece una buena idea, aunque solo sea porque nos evitaría la discusión de cada año sobre si es mejor dedicar un día a las instituciones o al apostol Santiago. De hecho yo llevaría un poco más lejos la olvidada propuesta del PP: los 14 días libres de cada año podrían colocarse en el primer lunes de cada mes, y todavía sobrarían dos para que políticos, sindicalistas, patronos y obispos hicieran con ellos lo que quisieran. Ese sí que iba a ser un debate divertido.

La polémica que genera cada año la publicación del calendario laboral es tan previsible, puntual y aburrida como alguno de los festivos que fija el controvertido documento. La cosa tiene su lógica si pensamos en el interés que esa cuestión despierta entre los ciudadanos y en lo cómodos que se encuentran los políticos con las discusiones inofensivas: se junta el hambre con las ganas de comer.

Lo cierto es que el asunto, ya digo, es previsible, puntual y aburrido y, por todo ello, con escasa capacidad para cambiar el sentido del voto de nadie –esto es, inofensivo en términos políticos– pero no irrelevante. Si me lo parecen, en cambio, los términos en que suele plantearse. Olvidémonos por un momento de si tal o cual celebración tiene arraigo popular, justificación histórica o arrastra devociones sin número, saquemos todo eso de la ecuación y volvamos a echarle un vistazo. ¿Qué nos queda? Si hablamos de la discusión de cada año, no mucho. Pero si separamos lo trascendente de lo importante, queda todo.