Cuando era un adolescente leí una de las novelas más extraordinarias jamás escritas, la historia de Sinuhé el Egipcio, redactada por la pluma del finlandés Mika Waltari. Una de las partes que más me cautivó de la vida del médico trepanador que protagoniza la historia es aquella en la que conoce a Nefernefernefer, una mujer tan bella que nadie podía decir su nombre una sola vez.
“Sé muy bien lo que quieres, Sinuhé –le dice la hermosa pero fría Nefernefernefer, cuando se conocen- a pesar de que sea demasiado tímida para mirarte. Pero debes empezar por darme un regalo, porque ya sabes que no soy una mujer despreciable”.
Este romance destrozará el corazón de Sinuhé y le dejará en la ruina más absoluta; pero impresionado por su pasión yo intenté ver de alguna forma el rostro tan increíblemente bello que le había subyugado. La única respuesta fue el famoso busto de Nefertiti hallado por Ludwig Borchart en las ruinas de Amarna.
Entre el personaje de Waltari y la serena belleza del busto yo solo he sido uno más entre la numerosa legión de hombres (y mujeres también) fascinados por Nefertiti. Por eso me devoro todo lo que se publica estos días sobre la polémica entre los egiptólogos Zahi Hawass y Nicholas Reeves en torno a la posibilidad de encontrar al fin la tumba de la esposa de Akenaton.
Por una vez podemos levantar la vista de las discusiones de siempre, de los no-pactos de Pedro Sánchez, de la belleza trituradora del proyecto de Pablo Iglesias, de la falla de Rita Barberá ardiendo en la cremá. No, por una vez, asómbrense, la discusión es científica y se polemiza sobre alguién que murió ¡mil trescientos treinta años antes de que Jesucristo naciese en Belén!
Sigan conmigo unos minutos esta trama milenaria y seguro que se enganchan. Tras el decimocuarto año del reinado de Akenaton, se pierde toda pista sobre la vida de la reina Nefertiti. Sencillamente se esfumó. Hay quien dice que sufrió una muerte violenta, otros que desagradó al faraón y a los sacerdotes. Pero nada se sabe a ciencia cierta.
Ahora, el egiptólogo británico Nicholas Reeves afirma que, después de haber escaneado la tumba de Tuntankamón, ha encontrado sendas cámaras ocultas que podrían albergar la tumba de Nefertiti. No olvidemos que el faraón niño era hijo de Akenatón, aunque no de Nefertiti.
Sin embargo el carismático profesor egipcio Zahi Hawass sostiene que las teorías de Reeves no son más que pamplinas y que, en todo caso, nadie en su sano juicio debería excavar en la tumba de Tutankamón. No se si esto último no incluirá una velada advertencia a la maldición del faraón.
La rivalidad entre Reeves y Hawass viene desde muy lejos. En su momento, Hawass era el máximo responsable del Servicio de Antigüedades Egipcias y llegó a expulsar a Reeves del país, acusándole de tráfico de piezas antiguas. Pero Hawass era el niño de los ojos del viejo presidente Mubarak, así que, cuando éste cayó, Reeves se las arregló para convencer al nuevo gobierno de que le autorizase a volver. De hecho, al actual gobierno del mariscal Abdelfatá al Sisi, Hawass no le hace ni una pizca de gracia pero es tan conocido a nivel mundial que no ha podido eliminar del todo su influencia.
La teoría de Reeves es ciertamente atrevida y parece muy extraño que la reina esté enterrada precisamente ahí. Pero también sorprende la iracunda respuesta de Hawass, como si tuviera miedo de que el inglés llevase razón. Es evidente que aquel que encuentre la tumba de Nefertiti pasará a la historia como lo hicieron Carter y Lord Carnavon con la de Tutankamón.
No sé ustedes, pero yo no me pierdo el final de esta historia que lleva escribiéndose más de tres mil años. Sé que la meseta de Guiza está muy lejos del Valle de los Reyes, prácticamente en los suburbios de El Cairo, pero conviene terminar este texto con un viejo proverbio árabe que dice: “El hombre teme al tiempo… pero el tiempo teme a las pirámides”.
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