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Ciudades en venta

Recuerdo de Toledo

Tomás Marín Rubio

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No sé si a los lectores les ocurre lo mismo, pero hace mucho tiempo que tengo la sensación de que la mayoría de las propuestas que se hacen para intentar ilusionar a los residentes (votantes) de las ciudades de pequeño y mediano tamaño no están pensadas para mejorar su calidad de vida, sino más bien para favorecer la actividad económica: Crecer, construir más viviendas, crear puestos de trabajo, ampliar carriles, autopistas o aparcamientos,  megaproyectos espectaculares,  generosas inversiones que siempre pagan otros, o cualquier cosa que pueda entenderse como una oportunidad para ganar dinero.

Cada vez que se plantea la opción entre calidad de vida o economía, siempre se opta por lo segundo, o peor aún, no se entiende la disyuntiva, porque se sobreentiende que la única manera de mejorar la calidad de vida es subiendo el nivel de vida. Lo importante es que corra el dinero, que algo caerá. Después ya veremos dónde y cómo nos lo gastamos para vivir lo mejor que podamos. 

Es lógico que los constructores y las entidades que los representan quieran construir, que los empresarios pidan ayudas para invertir o que los hosteleros quieran más turistas, porque cuantos mas peces haya en el río más posibilidades habrá de pescarlos, pero yo suponía ingenuamente que los ciudadanos de a pie deseaban ante todo vivir mejor, es decir, ciudades más amables, no cuentos de la lechera. Eso es lo que me enseñaron mis profesores de urbanismo, pero estaban equivocados, o quizás no. En cualquier caso tengo la impresión de que lo todo lo aprendido en los años 70 ha dejado de ser útil en el mundo actual.

Da igual la ciudad de la que se trate, en momentos de depresión existencial y escasez de oportunidades económicas, el objetivo fundamental no es disfrutar de nuestro entorno sino  ganarse la vida, o mejor aún hacerse rico, y como los medios, las ideas y las oportunidades para fomentar otro tipo de actividades se agotan, las propias ciudades, y especialmente sus centros históricos, se están convirtiendo en un activo fungible. Ya no son lugares para vivir, sino un medio de vida, un patrimonio que tenemos que rentabilizar lo mejor que podamos.

Nuestra tradicional afición por el ladrillo ha hecho que más del 80% de patrimonio acumulado por los hogares españoles sean inmuebles, y esta relación llega a superar el 90% si excluimos a los más ricos, esos que viven aislados en grandes mansiones no se sabe dónde y suelen ser dueños de las empresas o acumulan activos financieros (Patrimonio Inmobiliario y balance nacional de la economía española Naredo-Carpintero-Marcos, Funcas 2008). Naturalmente, la mayor parte de este valor acumulado por los hogares se concentra en las ciudades, y cuando otros ingresos escasean, no debe sorprendernos que la búsqueda de cualquier tipo de rentabilidad para este patrimonio se haya convertido en la pieza fundamental de cualquier política urbanística.

Tenemos la costumbre de echar la culpa a los políticos o a los empresarios, pero no son unos políticos megalómanos ni unos empresarios ambiciosos los que nos marcan el paso, somos todos nosotros los que estamos convirtiendo las ciudades en bazares en los que todo está en venta.

Lo fundamental en cualquier bazar es atraer visitantes, de ahí la carrera a la caza de turistas, congresistas o estudiantes universitarios. Al mismo tiempo, como el día a día en el bazar se nos pone cada vez más cuesta arriba, buscamos continuamente paraísos lejanos para montarnos en el coche, salir pitando y disfrutar en otro sitio con las ganancias obtenidas. Así se retroalimenta el modelo.

El problema no es que queramos rentabilizar lo que tenemos, sino que lo matemos para poder venderlo. La sobreexplotación turística está asfixiando los centros urbanos, forzando su abandono y convirtiéndolos en escenarios de cartón piedra. 

Podríamos entender las ciudades como un patrimonio que las sociedades han acumulado durante muchas generaciones, y ahora las estamos explotando de forma acelerada. Algo parecido a lo que hacemos con el petróleo o con los bosques tropicales. Ya no se renuevan, solo se venden. A este paso es probable que nuestros hijos solo puedan vender marcas comerciales, ideas enlatadas de lo que un día fue un paisaje, un modo de vida o una forma de construir. De alguna manera, ya está sucediendo.

Lo que veo no me gusta ni me parece inevitable, pero es imprescindible reconocer la realidad para poder cambiarla. No se trata de un problema nuevo, aunque la perdida de expectativas económicas de la clase media, el individualismo, la irresistible afición a ganar dinero, la falta de liderazgo y la ausencia de futuro que caracterizan las últimas décadas lo han acelerado.

El día que dejemos de creernos el cuento de la lechera,  cuando seamos capaces de disfrutar de lo que tenemos y empecemos a cogerle el gusto a nuestra propia ciudad en lugar de soñar con paraísos de ficción, cuando tengamos más autoestima y dejemos de necesitar las caritas sonrientes y los likes de los miles de turistas que nos visitan para estar orgullosos de nuestra ciudad, cuando enterremos definitivamente las palabras de  Margaret Thatcher, que nos convenció de que no existía la sociedad, sino únicamente individuos y familias compitiendo por la supervivencia, empezaremos a romper el círculo.

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