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De paradojas demográficas y evolución histórica
Por sorprendente que pueda parecer, la despoblación, tal y como la entendemos hoy en día, es un fenómeno relativamente nuevo. Podríamos echar la vista hacia atrás, hasta los inicios de la civilización, y sólo encontraríamos tendencias similares entre las grandes epidemias y las grandes guerras. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: la pérdida de población en estos casos fue a escala global, continental o nacional, pero nunca antes fue sólo rural.
La paradoja demográfica que vivimos en la actualidad nos hace hablar, por un lado, de superpoblación a nivel mundial, de grandes corrientes migratorias y de escasez de recursos. Pero, por otra parte, existe otra realidad mucho más cercana que nos está diciendo todo lo contrario; como, por ejemplo, que el 53% del territorio en España alberga tan solo el 5% de la población del país. Podría parecer, entonces, que vivimos en un extraño oxímoron de despoblación neomalthusiana[1], de demotanasia[2] superpoblada; pero entre todo este maremágnum de tendencias y conceptos encontramos siempre un denominador común: la política territorial.
Desde que la sociedad existe, también ha existido una clase política que ha dirigido, con mejor o peor criterio, el desarrollo económico, territorial y social de las naciones y sus pobladores. Las políticas económicas y las estrategias territoriales de los estados han venido marcando de forma directa el desarrollo social y demográfico de la población. Tal es el caso de las dos guerras del golfo, la autarquía franquista o, más recientemente, la mediática guerra económica entre los EE.UU. de Trump y China. Para referirnos a esta relación en el ámbito internacional hablaríamos de geopolítica y, en el ámbito nacional, de política territorial.
Aparte de las citadas decisiones políticas, existen tendencias globales que escapan de las manos de cualquier dirigente o élite gobernante, por influyente que ésta pudiera llegar a ser. Un ejemplo sería la revolución industrial, la cual solamente podríamos catalogar de proceso histórico, en tanto es fruto de la suma de incontables acciones e interacciones de la sociedad en su conjunto. Si bien se podría argumentar que existen precursores (el desarrollo de la máquina de vapor y la política social y económica del Reino Unido durante el s. XVIII en este caso), este tipo de transiciones responden únicamente a la evolución histórica de la humanidad en busca del progreso intelectual, científico y social.
Por tanto, para poder entender el fenómeno de la despoblación de una forma comprehensiva, hay que considerar la suma del contexto histórico junto con las decisiones políticas que en él se están llevando a cabo. Estos son los elementos que definen el marco en el que nos encontramos hoy día. Este es el caldo de cultivo en el que se ha desarrollado la despoblación en España.
Guerra, hambre y un plan
Para cualquier persona que haya nacido en democracia, cuesta imaginar un territorio como la Serranía de Cuenca con una población fija, estable, con sus servicios intactos y sus infraestructuras en continuo proceso de mejora. Pero esto no fue siempre así. Aunque pueda parecer una foto fija, la despoblación en España es un proceso que se ha venido desarrollando durante décadas. Se remonta aproximadamente a la década de los años 50 del siglo pasado, y en estos casi 70 años no ha hecho más que aumentar de forma continuada la sangría poblacional en los territorios rurales remotos. Pero ¿por qué en ese momento? ¿por qué en este territorio y no en otros?
Como ya se ha dejado entrever anteriormente, la causa de la despoblación no es única ni unilateral. En España concretamente, el inicio del proceso de despoblamiento se remonta a mediados del siglo XX, porque fue el momento en el que llegó para asentarse definitivamente la dinámica productiva propia de la revolución industrial. Las mismas tendencias demográficas y sociales que se vieron en Europa durante el siglo XIX, como la migración en masa hacia las grandes ciudades, la creación de suburbios periurbanos y el consecuente decrecimiento del sector primario, tardaron casi un siglo en llegar a nuestro país. En parte por la arraigada tradición agrícola que existía previamente, pero también por las políticas económicas que se venían practicando, en España sólo nos hizo falta el inicio, desarrollo y efectos posteriores de una larga guerra civil, y la más larga postguerra, para que llegáramos con casi un siglo de retraso a los cambios propios de la revolución industrial.
Curiosamente, fue en este contexto después de la guerra civil cuando pudimos ver el último destello de nuestras zonas rurales. Las ciudades habían sido el objetivo primordial de los modelos pugnantes durante la guerra y, por tanto, fueron las peor paradas. Este hecho se vio acrecentado por encontrarse en medio de la transición hacia un nuevo modelo productivo que, por este motivo, no llegaría a cuajar hasta décadas después de que finalizara la guerra. Gran parte de la población, gravemente empobrecida y sin un tejido productivo que la sustentara, abandonó su reciente rol proletario y volvió por última vez a la seguridad de sus pueblos natales, donde la agricultura y la ganadería, aunque de forma modesta, les permitía mantener un plato en sus mesas y un fuego en sus hogares.
A partir de ese momento comenzó lo que ya había sucedido en el resto de Europa. Los cambios tecnológicos y científicos, la apertura del mercado global y la expansión del capitalismo, hicieron que se desarrollara un nuevo modelo social y demográfico en España. Las personas que, tras la guerra, habían buscado la seguridad del mundo rural, iniciaron el gran éxodo hacia los polos industriales y económicos del país. El modelo autárquico del régimen franquista duró apenas un par de décadas, pero fue suficiente para modelar el tejido productivo del país tal y como lo conocemos hoy en día. Durante la segunda mitad del s. XX se impulsaron diferentes agendas, tales como la zona industrial del cantábrico, la zona pesquera atlántica, las ciudades portuarias del mediterráneo o la capital madrileña, omnisciente y omnipresente. Frente a éstos, zonas como Extremadura, Aragón, Andalucía y las dos Castillas fueron receptoras del gran plan del régimen para equilibrar la balanza en forma de ‘colonos’.
Consciente de que el sector primario resultaba imprescindible para su proyecto autárquico, el régimen franquista había establecido una hoja de ruta para repoblar las zonas interiores del país, donde los ecos de la guerra y la postguerra estaban movilizando en masa a la población hacia el brillante futuro de la recién estrenada industrialización. El proyecto consistía en la creación de numerosos núcleos rurales, acompañados de infraestructuras energéticas (los famosos pantanos), que sirvieran como catalizadores para la revitalización de las zonas agrícolas de interior. La idea era sencilla: si llevamos a gente a producir al campo y les damos casa y energía, la economía derivada de su actividad reactivará esas zonas y, con el tiempo, se mantendrá estable. Por desgracia, a nadie se le escapa que el final de la película no fue el que todos esperaban, y la política territorial del régimen franquista, aunque bienintencionada, probablemente pecó de simplista. Habían demostrado que no basta con meter personas en un territorio para que la población arraigue.
Para sorpresa de nadie, en la pugna entre las dinámicas demográficas propias de la industrialización y la estrategia de repoblación de zonas interiores del país hubo un claro derrotado: nuestras zonas rurales. A medida que la sociedad se fue transformando en lo que conocemos hoy en día como ‘estado del bienestar’, la búsqueda de las facilidades propias de vivir en una gran ciudad fue ganando terreno a la tradición rural y a los beneficios derivados de vivir en los pueblos. Sin un modelo territorial exitoso que lo estructurase, la España de interior se fue desangrando poco a poco, reduciendo la población del conjunto de su mundo rural y viendo cómo se desvanecían en el tiempo los núcleos de menor envergadura.
¿Y ahora qué?
Cuando ves por primera vez la imagen de España por la noche desde el espacio, lo primero que atrae tu mirada es el gran punto brillante que representa la capital. Después, quizá dirijas la mirada hacia la costa mediterránea, o a la ‘nariz’ portuguesa. Pero si vives en un pueblo de interior, lo más fácil es que te encuentres representado o representada por poco más que un gran vacío lumínico con pequeños destellos de las capitales de provincia. Es una triste metáfora de lo que se ha convertido la despoblación en España: un gran vacío que tan solo atrae las miradas de los más curiosos.
Ese sentimiento contra la despoblación que durante estos últimos años hemos visto aparecer esporádicamente en los medios es igual de nuevo que el problema al que nos enfrentamos. No existe precedente de un desequilibrio territorial tan marcado como el que vivimos hoy en día, por lo que no encontraremos un ejemplo a seguir.
Podemos vernos reflejados en otros territorios rurales remotos de Europa, como Laponia en Finlandia, o los Highlands en Escocia, pero lo cierto es que, en nuestro caso, el despoblamiento es real. Esto no significa que no exista despoblación en esos territorios, sino que, en su caso, la baja densidad de población es una característica intrínseca a su historia; no ha existido un proceso de despoblamiento. En cambio, territorios como la Serranía Celtibérica en España, donde la densidad de población es inferior a ocho habitantes por kilómetro cuadrado, son territorios que sí han tenido una demografía más o menos estable a lo largo de la historia, pero que, mediante procesos migratorios, han visto reducida su población hasta los mínimos que observamos hoy en día.
Frente a este proceso, hemos podido observar cómo se alzan esporádicamente distintas voces que reclaman la atención de la siempre esquiva opinión pública. Las personas que reparan en el problema de forma diaria suelen ser las más concienciadas, es decir, las personas que quedan en las zonas rurales. Sin embargo, también estamos viendo cómo se movilizan otros colectivos sociales, como, por ejemplo, aquellos que defienden la sostenibilidad ambiental o incluso aquellos que se vienen a calificar como ruralistas o neoruralistas.
La más reciente demostración pública de esta reivindicación ha sido la denominada ‘Revuelta de la España Vaciada’, organizada por las plataformas Soria Ya y Teruel Existe. En este caso, dichas plataformas han abrazado la idea de la gestión política territorial hasta el punto de que Teruel Existe incluso ha conseguido representación para defender su postura en el Congreso de los Diputados.
Por otra parte, organizaciones ambientalistas y ruralistas también están desarrollando labores de concienciación, estudio y reivindicación sobre el problema de la despoblación. En la provincia de Cuenca, por ejemplo, contamos con plataformas como Pueblos Vivos, quienes, a raíz de la lucha contra la instalación de nuevas explotaciones ganaderas intensivas, están desarrollando una labor de concienciación y movilización que no tiene comparación en nuestra provincia.
Las recetas que prescribe cada uno de estos proyectos son distintas, como distintos son sus objetivos específicos. Algunos apuestan por el regionalismo al estilo del Partido Regionalista Cántabro; otros, como Serranía Celtibérica, apostamos por una solución interregional que aborde el problema de la despoblación en su totalidad. Pero no sólo eso, sino que la metodología propuesta es igual o más diversa.
Las soluciones que se proponen van desde el fomento de la agricultura ecológica hasta la creación de grandes viales de comunicación; pasando por la agrupación de municipios hasta la instalación de internet de banda ancha. Sin embargo, sí que parece existir un consenso en torno a que los servicios, las infraestructuras y la economía serán las principales herramientas de las que dispondremos en esta lucha. Lo que es seguro es que el problema al que nos enfrentamos tiene un origen histórico, casi bíblico, y la solución a la despoblación tendrá que estar a la altura.
[1] Neomalthusianismo.Neomalthusianismo Teoría social y demográfica derivada de los postulados originales de Thomas Robert Malthus (1766-1834), el cual auguraba el colapso de la civilización por el incremento exponencial de la población a nivel mundial durante el s. XVIII debido a la revolución industrial (Malthusianismo). Durante el s. XIX y el s. XX esta corriente volvió a resurgir señalando la necesidad de controlar la población para mantener cierto nivel de vida (Neomalthusianismo).
[2] Demotanasia.Demotanasia Del griego ‘demos’ (población) y ‘thánatos’ (muerte). Término acuñado por Pilar Burillo Cuadrado, del Instituto de Investigación Serranía Celtibérica, que indica la desaparición de la población en un territorio como consecuencia de un proceso de despoblamiento cronificado.