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El plan pionero de escuela inclusiva en Catalunya se frena por falta de recursos

Pau Rodríguez

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Para Iván, la escuela inclusiva no fue suficiente. No la idea, utópica para algunos, factible y necesaria para muchos, de que la gran mayoría de niños y niñas con discapacidad deben poder ir a la escuela a la que asisten los demás. En eso Merche Mateo, su madre, siempre estuvo de acuerdo. Es lo que establece, además, el ambicioso decreto que se aprobó en Catalunya en 2017, pionero en España, y que fue celebrado por toda la comunidad educativa. El problema para Iván, un niño de cinco años con trastorno del espectro autista, es que a la hora de llevarlo a la práctica en su colegio se dieron de bruces con la falta de recursos, de profesionales de apoyo y de formación. 

“A nuestro pesar tuvimos que sacarle de ahí. Fue doloroso porque la escuela no lo hizo mal, ¿eh? Es que simplemente no había recursos suficientes”, explica su madre, Merche, que pertenece a la asociación Aprenem Autisme. A Iván, que no tiene habla, le concedieron al empezar el parvulario un total de cuatro horas semanales de vetlladora, como se conoce a las auxiliares de apoyo. “Eso y nada es lo mismo”, sentencia su madre, que tuvo que pagar de su bolsillo durante ese curso una terapeuta para que estuviese en clase con él, estimulándolo para que pudiese seguir avanzando en sus pequeños aprendizajes. Le costaba cerca de 1.000 euros al mes.

El decreto para la escuela inclusiva en Catalunya, aprobado en 2017, supuso un impulso sin precedentes a la escolarización de alumnado con necesidades educativas especiales en centros ordinarios, así como un aumento significativo de los profesionales para hacerlo posible. Pero cuatro años después, el diagnóstico compartido por los distintos actores educativos es que su despliegue ha embarrancado. El plan no está avanzando como debiera, según advirtió ya el Síndic de Greuges en un informe al inicio de curso, y hay dos datos que son demoledores. En primer lugar, los centros de educación especial, que tenían que reducirse progresivamente, cuentan hoy con más alumnos que nunca, 7.818. Son 1.000 más que el año en que se dio luz verde al decreto, cuando la previsión es que fuesen 2.400 menos. 

El otro dato es que, después de décadas de aumento del alumnado con discapacidad en las aulas ordinarias, por primera vez esta tendencia se rompió y la cifra se redujo el curso pasado. Si poco a poco se había conseguido que hasta el 79,8% de los niños y niñas catalanes con estos dictámenes estuviese en el sistema escolar inclusivo, el 2020-2021, el primer año tras el estallido de la pandemia, el porcentaje se redujo al 78,8%. “Tenía que haber una caída en picado de las matrículas en los centros de educación especial, pero esto no ha ocurrido ni se espera que suceda”, observa Noemí Santiveri, portavoz de la Plataforma Ciutadana per l’Escola Inclusiva. 

Las razones de este estancamiento son varias, algunas más compartidas que otras según si se consulta a las familias, a las entidades o al profesorado. En lo que todos coinciden es en que no existen recursos suficientes para determinadas necesidades de estos alumnos. Otros, como Santiveri, añaden la falta de “liderazgo político”, un diagnóstico que comparte Efrén Carbonell, director de la Fundación Aspasim, que señala también la falta de formación al profesorado o el impacto de la pandemia sobre este alumnado, que fue uno de los que más sufrieron los confinamientos.

En el caso de Iván, cuenta su madre, fue sobre todo una falta de recursos en el aula, que hizo que la experiencia de la inclusión para él fuese hasta perjudicial. “No podían estar por él e Iván necesita alguien a su lado todo el tiempo”, explica Merche Mateo. “Luego vino la pandemia y los meses encerrados con él en casa fueron una tortura, indescriptible. Hizo un retroceso brutal”, recuerda la madre. Ahora Iván va a una escuela de educación especial donde son pocos alumnos y hay docentes más especializados. No es el colegio de su hermano, como querían, pero los resultados son positivos. 

El miedo de los padres y madres a que les pase con su hijo la misma experiencia que vivieron los de Iván es muy habitual. “Muchos echan de menos el calor de la escuela especial y esto es comprensible, pero es que tenemos que conseguir trasladar esta cultura a los centros ordinarios. Que todos esos recursos y ese confort se desplace allí donde está el alumno”, insiste Carbonell.

Los cambios en las escuelas especiales

Este concepto está, de hecho, regulado, pero tampoco se ha acabado de desplegar. Son los Centros de Educación Especial Proveedores de Servicios y Recursos (CEEPRIS), es decir, escuelas de educación especial que prestan sus profesionales y su material de forma itinerante a un puñado de escuelas e institutos ordinarios, para ayudarles en la inclusión. Aspasim, la entidad que dirige Carbonell, lo hace desde hace años, antes de que existiese el decreto, y cubre con su servicio a 135 alumnos de 93 escuelas y 20 guarderías. 

Pero recuerda Carbonell que para que esto sea la norma en todos los centros de educación especial, todavía hay una licitación pendiente de convocar por parte de la Administración educativa. Sin ir más lejos, las instrucciones referentes a la organización y el funcionamiento de este modelo de centros son de hace apenas un año, de abril de 2021, a pesar de que constituyen uno de los pilares fundamentales para el despliegue de la plena inclusión. 

Desde 2017, los recursos de profesionales especializados y de apoyo para el alumnado con discapacidad han aumentado significativamente, pero no lo suficiente si se pregunta a las entidades y al profesorado. Los equipos de asesoramiento y orientación psicopedagógica (EAP), clave para detectar a tiempo las necesidades educativas especiales, han aumentado en 97 técnicos desde entonces, un 18,6% más. En una década, las vetlladores han pasado de 24.000 horas de dedicación a 40.000; y las SIEI, las unidades de apoyo a la inclusión dentro de los centros ordinarios, también se han multiplicado de 316 a 895,5.

Esta última cifra significa que se han triplicado. Pero a la vez muestra cómo dos de cada tres escuelas e institutos en Catalunya no disponen de este servicio todavía.

La falta de formación

Otra de las necesarias mejoras que con más insistencia destacaba el Síndic en su informe es la formación del profesorado, que a veces se plantea en términos de “cambio de cultura” de la docencia. “Es cierto que faltan recursos, pero también hay que incidir en la cultura del centro. Y la mejor fórmula es el acompañamiento: tener a un equipo de dos o tres profesionales en el centro que vayan formando al profesorado”, plantea Santiveri.

Rosa Maria Villaró, responsable de políticas educativas de CCOO, opina de forma parecida: “La formación no se hace con dos o tres cursillos; se necesita planificación y cambios en los equipos, y esto no ha ocurrido”, comenta.

Desde el profesorado, además, la inclusión se ha vivido a veces como una dificultad añadida en unas aulas cada vez más complejas, en las que la pandemia ha sido la gota que ha colmado el vaso. Sobre todo en aquellos centros donde hay mucho alumnado con problemas económicos y sociales, que estadísticamente suelen acarrear más carencias de aprendizajes, trastornos de conducta e incluso problemas de salud mental. “Es una percepción compartida el hecho de que las aulas son cada vez más complejas, acorde con el momento en que vivimos”, reflexiona Villaró.

Pelear por la inclusión

Más allá del caso de Iván, que ejemplifica cómo una familia convencida de la inclusión puede acabar tirando la toalla, están los que logran experiencias satisfactorias. De hecho, son la gran mayoría, de ahí que se apostase por este modelo. Pero incluso en esos supuestos, la inclusión no está exenta de nervios y cansancio por parte de los progenitores, que a menudo se ven obligados a presionar para que sus hijos tengan los recursos que necesitan. 

“Sí, en su día vimos cómo se aprobaba el decreto, pero no me parece normal el estrés que hemos tenido que pasar”. Con estas palabras se refiere Alba Jardiel al proceso de preinscripción de su hijo menor, Aleix, en una escuela ordinaria de Barcelona. 

Aleix nació con una miopatía miotubular, una mutación genética que hace que los músculos no se desarrollen con fuerza, y que le impide en la práctica hacer movimientos básicos, como andar, comer –lo hace con un botón gástrico– e incluso respirar. El caso es que a nivel cognitivo, esto no le afecta para nada, explica su madre. “Su comprensión es buena, pero no se puede expresar. Así que nuestro trabajo es enseñarle a comunicarse”, resume. 

El escollo al que se tuvo que enfrentar Alba Jardiel no fue en este caso de recursos, porque su hijo los acabaría teniendo. Hoy dispone de una vetlladora y una enfermera a su lado, ambas a tiempo completo. La segunda, aclara la madre, es imprescindible porque tiene conocimientos específicos para manejarse en situaciones que pueden ser “críticas” con Aleix, como un cambio de cánula urgente si se le tapona. En este sentido, su familia está más que satisfecha. 

El problema de Aleix fue que inicialmente no le quisieron en la escuela ordinaria. “Nos dijeron que estaría mejor atendido en una escuela de educación especial, porque no había recursos suficientes”, recuerda su madre. “Nosotros les respondíamos que queríamos apuntarle al colegio de su hermana. Que si no iba bien, ya lo cambiaríamos, pero que al menos queríamos que se le diese esa oportunidad”, resume. 

Tras hacer el proceso de preinscripción en una escuela ordinaria, su sorpresa llegó cuando vio que en la lista le adjudicaban a Aleix un centro especial. “Confiaba en que fuese un error, pero no”, lamenta hoy Alba Jardiel, que se puso en manos de una abogada e inició una campaña en redes sociales hasta que le garantizaron una plaza en la escuela ordinaria.

Casi un año después de aquello, Aleix es un niño con una discapacidad importante y está satisfactoriamente escolarizado en la escuela de su hermana. “Estamos contentos. Alucino con los demás niños, que son los que más le cuidan, le miman, protegen… Es brutal”, celebra la madre.