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Un cine para la conciencia de clase

Serguéi Eisenstein, cineasta ruso del que acaban de cumplirse 120 años de su muerte

El cronista sentimental

Mi pueblo era, en mi juventud, como lo es hoy, una muestra clara de la España rural. Mi tierra era, y es, una parte del amplio dominio del centro del país, que se halla, en realidad, en el centro de todos los olvidos. Su gente conservaba, y conserva, en su código genético, el gravoso peso de un sentimiento pendular entre la pesadumbre y la resignación.

Esa gente, esa tierra, esa España, eran la geografía y la historia de quienes habían abonado el tributo de sangre a cambio de que se les franqueara el paso a la Edad Contemporánea, cuya puerta, sin embargo, se les había cerrado a cal y canto. Mis paisanos y paisanas eran la descendencia de quienes habían entregado la vida a la causa de la liberación en la Guerra de la Independencia; eran los herederos de quienes habían protagonizado levantamientos de resistencia a la Restauración Borbónica del Antiguo Régimen; eran la estirpe de aquellos que, con heroísmo trágico, se habían opuesto a las nostálgicas asonadas militares inspiradas en misiones providenciales para la restauración del imperio; eran los nietos de los últimos de Filipinas; eran la ralea del bando perdedor de la Guerra Civil, de los muertos en el anonimato de las cunetas, de los exiliados o de los que intentaban sobrevivir en medio de la espesa atmósfera de las cartillas de racionamiento y del estraperlo.

En sus rostros y en sus miradas, se leían las retracciones que, como rémoras, parecían haber ralentizado el curso de nuestra historia (hasta detenerla), y el curso de nuestra tierra (hasta despoblarla), y el curso de nuestras vidas (hasta desesperanzarlas). Mi pueblo era un reducto de esa España decimonónica que había entregado a sus hijos a la muerte o al ostracismo (madre-madrastra) a cambio de la promesa – finalmente incumplida – de que sus nietos gozaran de la libertad conquistada. Mi pueblo era, en suma, el efecto de una España que había visto enfrentarse con encono cainita, a sus hijos (mater dolorosa) para olvidarse, finalmente, de unos, los del centro, dispensando sus cuidados a otros, los de la periferia (cría cuervos…). La mía, la de entonces, la que despertaba al siglo XX en 1978, era una España de arrieros y burros, donde se bebía vino de pitarra en bajo sótanos que se llamaban, genéricamente, bodegas, donde se seguía hablando de política en bisbiseos asustados; era una España que se desayunaba con una leche hervida inmediatamente después de ser ordeñada, y se degustaba en tazones con pan ensopado, mientras se escuchaba la aguda convocatoria del flautín del afilador gallego, que pasaba, bajo la ventana para abrir el día a los quehaceres. ¿Era posible cambiar esa realidad o lo aconsejable era huir de ella? Parecía plausible pensar que la historia tenía una cuenta pendiente con todos aquellos que no habíamos gozado de la victoria, pero, ante ese pensamiento, había quien conservaba cierta fe en el discurso del materialismo histórico, y había quien había claudicado a cambio de la paz.

Una vez más, en el centro de esa disyuntiva entre la confrontación o la evasión, yo encontré la ficción; en un país y en una coyuntura histórica que nos rechazaba como una madre desdeñosa y fría, me reencontré con mi abuela, que me hablaba de ángeles protectores y del amor de las hadas…Fuera de esa realidad emocional, no quedaba más que la verdad ficcional; fuera de la casa de mi abuela, solo quedaba la sala de proyección del cine…Y fue allí, una vez más, en la cálida soledad de la sala de proyección, donde contemplé películas para despertar la conciencia de clase, un cine para la revolución y para la liberación.

Presté especial atención al nacimiento del cine soviético, cuyos precedentes habían tenido lugar en los últimos estertores de la Rusia zarista, un marco en que el cine se había sometido a una estricta vigilancia por parte de los poderes públicos, sabedores de su potencial educador. Tal vez por esa razón, me pareció que el cine daba una oportunidad histórica a los desarrapados cuando el prolijo consumo de la pornografía francesa y la producción de prescindibles productos fílmicos con ambientes refinados y decadentes en la Rusia de los zares (entretenimiento, por supuesto, reservada a las clases dirigentes) cedió a favor de la función educativa que el mismísimo Lenin le confirió al establecer el nacimiento de la Escuela Cinematográfica del Estado, en 1919, rubricando, además, su decisión con estas proféticas palabras: “De todas las artes, el cine es, para nosotros, la más importante”. Al frente de este órgano, dependiente de la institución educativa bolchevique se situó Vladimir Gardin al que debemos algunos títulos emblemáticos como Hambre…hambre…hambre (1921), La hoz y el martillo (1921), Un fantasma recorre Europa (1923) o La cruz y el fusil (1925). La cruz y el fusil

Leí que, al reclamo del nuevo arte, acudieron otros nombres fundamentales, como Lev Kuleshov, que se incorporó, como profesor, al Instituto de Cine, y allí explicó la nueva expresión cultural como un producto de la revolución maquinista del futurismo (“la producción de un film no difiere de la construcción de una máquina”), y fundó su Laboratorio Experimental, donde apenas esbozó las posibilidades expresivas del montaje. Tuve noticia de otras aportaciones del cine soviético de los inicios, como los propuestos por Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg en títulos como Las aventuras de Octobrina (1924) o La nueva Babilonia (1929), Las aventuras de OctobrinaLa nueva Babiloniaque exprimían las posibilidades del teatro popular, especialmente, de la farsa, y de la pintura, como fuentes con que alimentar y hacer crecer el lenguaje cinematográfico. Supe, también, de la filmografía de Dziga Vertov y su radical propuesta de verismo fílmico al que llamó “cine-ojo” y que supuso un impulso decisivo al cine documental que se puede apreciar, sobre todo, en su noticiario Cine-Verdad (1922-1925), Cine-Verdady en su documental metacinematográfico El hombre de la cámara (1929). El hombre de la cámaraPero todo ello no constituyó más que el prólogo de una de las páginas más importantes de la historia del cine, la que protagonizaron dos de sus discípulos, Vsévolod Pudovkin y, sobre todo, Serguéi Eisenstein, cuya obra me deslumbró. En aquellos años de mi juventud en que cundía el descrédito que los teóricos neoconservadores estaban imprimiendo a la ideología de izquierda, un tiempo en que el muro de Berlín estaba sometido a los quebrantos que, poco después, le harían caer, la obra de Eisenstein, a pesar de su servidumbre ideológica y su consecuente maniqueísmo, se me reveló como un verdadero monumento cinematográfico, como el producto de una personalidad genial, de un artista total, que, habiendo superado la perplejidad que le provocarían Leonardo da Vinci y David Wark Griffith, se había propuesto emularlos. Ya en su ópera prima, La huelga (1924), Eisenstein La huelgadio muestras de su gigantesca dimensión creativa y de su concepción del cine: estimulado por el hecho de que Griffith hiciera, de la historia de la humanidad, la protagonista de su Intolerancia (1916), Intoleranciael gran realizador soviético hizo que la masa, el obrero sin rostro y sin nombre, el proletario anónimo, fuera el protagonista coral de su épico primer largometraje. Eisenstein había comprendido el enorme alcance didáctico de la cultura de masas, pero me pareció que no estaba dispuesto a hacer una sola concesión que dejara su obra un ápice por debajo de lo sublime.

Es más, al ver El acorazado Potemkin (1925) El acorazado Potemkincreí contemplar una fiel traducción fílmica del método de Marx: había nacido el montaje dialéctico, donde recogía todos los logros de Gardin y Kuleshov, el espíritu aleccionador de Kozintsev y Trauberg, el objetivismo desnudo de Vertov y, sí, también el aliento épico de Griffith y la ambición universalista de Leonardo. Con la misma energía y análogos propósitos, Eisenstein realizaría Octubre (1927) y La línea general (1929). OctubreLa línea generalNo pude seguir la línea de los vacilantes intentos iniciales de Eisenstein por conquistar el lenguaje del cine sonoro, del que supe (sin verlo) que dejó testimonio en un copión de rodaje que tituló ¡Que viva Mexico! (1930). ¡Que viva Mexico!Sí pude comprobar que la evolución técnica del cine parlante no sólo no apagó su pasión creadora, sino que pareció enardecer su inmenso talento: títulos como Alexander Nevski (1938) o Iván el Terrible (1940) eAlexander Nevskio Iván el Terriblestán, por derecho propio, entre lo más elevado que jamás ha ofrecido la historia del cine.

La trayectoria de este hombre extraordinario corrió en paralelo con la de otro cineasta a cuya obra me asomé en aquella primera crisis vital de juventud que me hizo replegarme en torno a mis raíces: me refiero a Vsévolod Pudovkin, un creador más sobrio, más apegado a la tradición naturalista, que pareció optar por mostrar el discurso fílmico de ficción con la asepsia del género documental para que su voluntad de instrucción en el discurso del socialismo soviético ganara en impacto y eficiencia. Esta sumisión del arte a la funcionalidad del despertar de la conciencia de clase, lejos de ir en detrimento de la obra acabada, le sirvió de universo de discurso y contribuyó a convertir el cine de Pudovkin en uno de los capítulos ineludibles del séptimo arte.

Su Trilogía de la revolución – La madre (1926), El fin de San Petersburgo (1927) y Tempestad sobre Asia (1929) - La madreEl fin de San PetersburgoTempestad sobre Asiafue, para mi tierno espíritu juvenil, un zarandeo emocional del que aún – casi treinta años después -, no me he recobrado. Supe de otros nombres dentro de la cinematografía soviética – me gustó mucho La tierra La tierra(1930), de Alexander Dovjenko, una especie de recreación socialista del mito de la Arcadia -, pero ninguno alcanzó a prenderme como Sergei Mijailovich Eisenstein.

Hoy escribo estas líneas ciento veinte años después de su nacimiento, y su magnitud me parece tan inmensurable como en su propio tiempo, cuando contribuyó, de manera decisiva, a construir un lenguaje, un estilo y un discurso, como un visionario que anticiparía el cine que habría de hacerse aún mucho tiempo después…Pero esa es otra película.

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