En la mayoría de los ámbitos por los que solía navegar se hablaba y escribía mucho de la deconstrucción hasta de la tortilla de patatas. Ahora voy a limitarme al término más conocido de destrucción.
Me refiero al desmontaje sistemático, organizado, de lo que vinimos en llamar Estado del bienestar, asentado más o menos sobre tres pilares que las gentes podíamos identificar con facilidad. Con sus consecuencias. Mayor bienestar para las generaciones en declive biológico, más seguridad y prosperidad para las nuevas, y menor desigualdad en nuestras sociedades, además en paz y seguridad.
Todo ello fue posible tras la hecatombe de dos guerras mundiales, Y ahora por lo visto ha llegado la hora final, de hacer realidad las propuestas teóricas de Hayeck y otros de finales de los cuarenta del siglo XX explicitadas con descaro por Reagan y Thatcher. El individuo y el dinero por encima de cualesquiera otros valores, los que, por ejemplo, alumbraron la Unión Europea.
Salud, educación, servicios sociales y personales. Estos son los tres pilares que los vencedores de las guerras del siglo XX se propusieron para frenar la voracidad del capitalismo que había conducido al desastre y la amenaza no menos inquietante del régimen carcelario soviético. La barrera frente a una y otra amenaza la constituían estos tres pilares que a su vez aseguraban la paz, la prosperidad y la seguridad.
Lo nunca visto en Europa: tres cuartos de siglo en paz, en prosperidad y edificando un edificio que de algún modo blindase principios y los beneficios obtenidos y hechos costumbre por la ciudadanía respeto a los que ya nos hemos referido.
Los tres pilares son bocados apetecibles para el sistema que giró en los tiempos ya citados. La salud como un valor comercial, en manos privadas y al alcance de las mismas que se la puedan pagar. O el colmo, subvencionada por el esfuerzo de los contribuyentes mediante transferencias: en resumen no hago lo que debo desde el sistema público, lo endoso al privado, y el gasto lo paga la ciudadanía, en directo o vía impuestos.
Es el primer gran negocio y el más inmediato, puesto que la salud es el valor central de la vida y además la industria médica o farmacéutica ya se encarga de aterrorizar a las masas ciudadanas,
El comercio de la educación tiene un plazo de mayor maduración en términos empresariales, pero de beneficios igualmente ciertos. No en vano instituciones multiseculares, de larga experiencia, han escogido este sector para desplegar su rapacidad. Con todo han planteado dos horizontes. A corto plazo, con las políticas de las subvenciones públicas competir con las iniciativas progresistas o simplemente laicas. Y a largo plazo, contar con un ejército de gentes muy preparadas para hacerse con los resortes del poder económico, social, y llegado el momento, político.
El envejecimiento de la población, las nuevas formas de vida, requieren de servicios personales de proximidad. No bastan las pensiones, y los locales donde aparcar a los viejos. Las residencias de ancianos, otro negocio sin limitaciones dado que la familia moderna necesita de espacio habitacional y delegar el cuidado de los mayores en empresas que cuenten con los medios y recursos humanos acreditados. Por eso reciben cuantiosas subvenciones, además de sacudir las economías familiares.
En definitiva, la propuesta liberal que tenemos en aplicación requiere convertir en negocio privado cualquiera de los tres elementos que considerábamos públicos, universales, gratuitos.
Lo más novedoso del tema, o acaso no tanto, es la conversión de una parte de la izquierda, en especial la que tiene posibilidades de gobierno o forma parte del mismo. Es decir, la doctrina única del capitalismo desregulado, máxima aspiración de los conspiradores de los años cuarenta y de sus voceros del siglo XXI.
Esta novedad plasmada en las terceras, cuartas o quintas vías ha desguarnecido las defensas de amplias masas que creyeron ser clase media enriquecida en las sucesivas burbujas, en especial la última inmobiliaria. El ataque a los sindicatos, su desmontaje, los conduce a la irrelevancia, como quieren y quisieron los autores intelectuales de la propuesta y han seducido a una buena parte de las izquierdas convencionales.
Poner fin a este estado de cosas parece operación de una higiene elemental si queremos tener unas sociedades más igualitarias y justas, con unos servicios de salud, educación, y sociales de carácter universal, gratuito, recuperando la senda emprendida tras las dos guerras mundiales del pasado siglo. Y, claro está, corresponde a la izquierda recuperar los objetivos y marcar la senda para obtenerlos.