Que nadie se engañe, pagarán caro los tránsfugas de ocasión que, ya sea por ambición personal, cálculo electoral o postureo televisivo, coadyuven en derribar este gobierno de coalición. Da igual que esgriman reivindicaciones territoriales legítimas o falsos purismos ideológicos: traicionarían no solo a sus votantes, sino a toda una ciudadanía que prefiere avanzar a trompicones antes que regresar a los años del miedo.
Prefiero una administración imperfecta — incluso con las debilidades de sus competencias descentralizadas y su gobernanza compleja— a la privatización salvaje de lo público en manos de amantes de los mercaderes. Prefiero el conflictivo pulso democrático de las autonomías a la recentralización autoritaria que planea la derecha, empeñada en controlar hasta el último latido institucional desde Puerta del Sol y las calles adyacentes.
La estrategia de nuestra derecha es clara: secuestrar los ritmos políticos mediante lawfare mediático y judicial. Saben que sus causas judiciales se desmoronarán en instancias europeas, pero les basta con ganar tiempo. Al fin al cabo los años de batallas legales son años ganados de intoxicación informativa, de desgaste calculado, de normalizar lo innombrable. Convierten la justicia en espectáculo, reduciendo lo jurídico y su espíritu proteccionista del denunciado, a episodios de Cuarto Milenio o podcast milenaristas de Ivoox para audiencias crédulas.
Pero el verdadero peligro no son los autócratas de turno, sino sus cómplices con corbata. Como aquellos que financiaron a Hitler para su Zyklon B (Bayer), vistieron las redadas de sus SS (Hugo Boss), motorizaron su Reich (Volkswagen, coche del pueblo), sistematizaron el horror con fichas perforadas (IBM), perfeccionaron los tanques (Ferdinand Porsche y su BMW), o alimentaron la maquinaria bélica (Thyssen y Krupp)., hoy, como ayer, hay sonrisas complacientes tras cada recorte en ayudas sociales, cada mentira, cada retroceso en derechos, cada deportación de trabajadores migrantes.
Los mismos monstruos en distinto siglo. Hoy, son Musk, Bezos, Zuckerberg y sus clones de Silicon Valley —Ramaswamy, Kushner, Bisignano—, trajeados de innovación (como aquellos seguidores del movimiento Futurista) pero con el mismo ADN extractivista y el mismo interés condescendiente. Son los nuevos arquitectos del despojo: financian deportaciones con contratos fronterizos, maquillan redadas con algoritmos, privatizan lo público tras discursos de “eficiencia”. No son meros espectadores, son cómplices necesarios del hiperproteccionismo corporativo, de las petroleras que incendian el Ártico, de las ayudas sociales convertidas en dividendos. Su riqueza es el termómetro de nuestra desigualdad. Y no, no hay matices: o se desmantela su poder o seremos cómplices por omisión. Contra esa liga de canallas — pasados y presentes — no cabe indulgencia: solo memoria, resistencia y la certeza de que ningún invierno dura eternamente.
Frente a ellos, la izquierda en alianza con otros demócratas debe encarnar el Sísifo rebelde de Camus, aquel que, ante el castigo absurdo de empujar la roca sabiendo que caerá, elige reírse de los dioses convirtiendo su esfuerzo en acto de libertad. Así nosotros, subiremos la piedra de las alianzas una y otra vez, incluso si los puristas nos acusan de pragmáticos, incluso si los cínicos nos tildan de ingenuos. El conflicto productivo — salarios, tiempo, vivienda, clima — es nuestra roca. Y en cada pacto, en cada reforma arrancada a los tibios, hay un gesto de rebeldía: demostrar que, pese a los tanques del siglo XXI y sus dueños, la roca puede —debe— usarse para construir, no solo para rodar cuesta abajo.
La alegría no es opcional, es el escarnio definitivo contra quienes quieren vernos derrotados. Subir la montaña, siempre. Y al llegar a la cima, bailar.