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Elizabeth Wittlin Lipton, una vida del siglo XX entre bastidores

Elizabeth Wittlin Lipton, una vida del siglo XX entre bastidores

EFE

Sevilla —

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Fue amiga de Vicente Aleixandre y su mentor fue Francisco Nieva, salvó la vida al huir de niña de la Polonia ocupada por los nazis, ha sido escenógrafa y figurinista de obras de Calderón y Gombrowicz y, antes de cumplir los 87, Elizabeth Wittlin Lipton ha publicado sus memorias sobre Madrid y Nueva York.

Elizabeth Wittlin Lipton ha elegido para sus memorias, tituladas “De un día para otro”, el subtítulo “Un reportaje de moda en tiempos convulsos”, que puede llamar a engaño porque si estas memorias se distinguen por algo no es por parecerse a un “reportaje”, sino por su elevada calidad literaria y por su aliento narrativo, por más que se trate de una autora --más que desconocida-- secreta.

La editorial Renacimiento ha incluido “De un día para otro” en su “Biblioteca de la Memoria”, precisamente junto a obras de Vicente Aleixandre y, entre otros, de Manuel Chaves Nogales y Marina Tsvietaieva, en una edición que ofrece un completo álbum de sus figurines, desde los que dibujó para el Centro Dramático Nacional a los que diseñó para vestir a toda la Generación del 98 en “Tiempo del 98”, de Juan Antonio Castro.

También incluye un álbum fotográfico que reproduce su primer pasaporte polaco, cuando era una niña (nació en 1932), e imágenes de alguno de los homenajes dispensados a su padre, el poeta, novelista y ensayista polaco Josef Wittlin, además de fotos de su exilio en Madrid y Lisboa, camino a Nueva York, y de su posterior regreso a Madrid, una de sus ciudades predilectas.

La que fue una niña de una familia judía polaca acomodada tiene también predilección por España: “Hasta ahora, sólo en España no he sentido nunca rechazo”, señala en el arranque de estas memorias, mientras que del patio en un caserón del sevillano Barrio de Santa Cruz escribe que sus “experiencias en el Atlántico, Pacífico, Cantábrico o Caribe no eran nada comparadas con esto”.

“La vida en Madrid a lo largo de los años cincuenta era verdaderamente un sueño, al menos para mí”, añade esta mujer que en su juventud encontró “modistas baratísimas, peluqueros, manicuras, chicas para todo a montones, niñeras, 'antigüedades' en el Rastro a buen precio, clases de equitación más que asequibles”, pero para la cual “lo más importante” es que pudo “asistir a los cursos de la Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria de Madrid”.

Pese a ser vecina de Toscanini en Nueva York, no logró aprender piano -su padre, cuenta con humor en estas páginas, se marchaba de casa cuando practicaba- fue de los pocos exiliados que pudo montar a lomos de un elefante en Nueva York y su profesora de patinaje allí fue madame Kutuzov, descendiente del célebre general que Tolstoi retrató en “Guerra y paz”.

En su regreso a la Polonia comunista de 1979 aprovechó el viaje para sacar del país, escondidos en su ropa interior, poemas de Ficowski, Baranczak y Wazyk que, enseguida, fueron traducidos al español por el poeta Dionisio Cañas y después publicados por Octavio Paz en su revista “Vuelta”.

Wittling se estrenó en el teatro en Chicago trabajando para un montaje del hoy célebre director Robert Falls, quien le otorgó el título de “dramaturga visual”, del que luego en España, en la tertulia con los amigos de Francisco Nieva, se mofaba Fernando Fernán Gómez.

Discípula de Antonio Bonet Correa -el erudito Juan Manuel Bonet ha sido de los que más ha alentado a la publicación de estas memorias-, Elizabeth Wittlin forma parte del gran legado cultural europeo que, aunque interrumpido, subsistió a la barbarie de la Segunda Guerra Mundial y sus no menos bárbaras consecuencias, como revelan párrafos como éste:

“Todos los días doy las gracias a mi padre por su regalo más importante: su intento de inculcarme un sentido de la moral, normalmente inconveniente, cuando no ya directamente incómodo. Para mi padre este era el precio inevitable de ser incondicionalmente honesto. Era su manera de vivir, como un ser humano que piensa y actúa libremente. Afirmaba que la poesía era meramente el excremento del alma humana, si la comparábamos con la vida. Deseaba transmitir este legado a su única hija”.

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