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La visión que acabó con la vida de Sorolla hace 100 años

Inquietante autorretrato de Joaquín Sorolla, pintado en 1897

Peio H. Riaño

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“Yo lo que quisiera es no emocionarme tanto, porque después de unas horas como hoy me siento deshecho, agotado, no puedo con tanto placer, no lo resisto como antes”. Joaquín Sorolla tiene 52 años y nota que algo ha cambiado en su cuerpo. Está pintando en Lloret de Mar, un precioso rincón de Catalunya. Remata uno de los 14 paneles que decorarán la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York, por encargo del multimillonario Archer Milton Huntington. A pesar del delicioso entorno mediterráneo, del cuidado de los amigos o del pelotón de ayudantes que lo acompañan, saltan las alarmas en la salud del pintor. “He tenido un fuerte dolor en la nuca y me tiene triste por temor, no sea algo importante. No como carne, no bebo vino y voy a dejar el tabaco... ya que lo otro está dejado por fuerza”, escribe a Clotilde García del Castillo, su mujer.

También avisa al cliente que le va a pagar 150.000 dólares por buscar y retratar el alma española. Le dice que el “difícil cuadro de Cataluña” está terminado. Lo ha dedicado a la pesca y a su comercio. En este no hay fiesta ni celebración como en otros, sino trabajo en plena naturaleza. Es un espectacular pinar con el azul del mar al fondo. El Museo Sorolla conserva el proceso completo de los bocetos desde que se localizó esta cala de Santa Cristina. “Es una maravilla. Grandes pinos sobre la montaña, con escollos claros de color, sobre una mar maravillosa, de azul y verde. Algo griego y estupendo”, escribe por carta a la familia meses antes de terminar el monumental lienzo de casi cinco metros de ancho y una altura de tres metros y medio.

Su salud está “algo quebrantada”, le reconoce a Huntington. “Lo que más me fastidia es el temblor que tengo cuando acabo de trabajar. Si lo hago a gusto, como hoy, tardo una hora larga en calmarme, ¡vejez!”, dice. A pesar del severo régimen que le han recomendado los médicos, los temblores no cesan.

Una obsesión agotadora

Cuando llegó a Cataluña en 1915 para pintar a sus gentes, sus vestidos, sus actitudes y sus paisajes, había superado la mitad del encargo y se resintió por el esfuerzo de cruzar la península ibérica en burro, tren, carro, automóvil, andando, con el frío y el calor a cuestas. Y lo peor, su obsesiva entrega a la pintura. “Lo que estoy es cansado, es muy natural, la ansiedad es lo que más me consume la vida; me falta la flema de Velázquez”, escribió a Clotilde.

En ese momento, temía que después de aquel viaje no hubiese más, como así ocurrió. “Pintar sí, pero donde no haga este frío, y si no se puede acabar dentro de los cinco años, que sean diez, pues no conduce a nada el exponerse a dejar la vida en cualquier momento”, apunta de nuevo en otra carta. Es muy consciente de dónde se está metiendo. El insomnio tampoco le deja descansar.

Todo empezó en 1910, cuando habló en París con Huntington del encargo, que firmaron un año después y que en 1913 empezó a pintar. El primer friso fue la espectacular Castilla, fiesta del pan. En 1914 el primero de Sevilla, Aragón, Navarra y Guipúzcoa. Luego, en 1915, dos más sobre Sevilla, el dedicado a Galicia y el que hemos contado de Cataluña. Con este intenso ritmo de trabajo que le permitían sus singulares capacidades, no tardó en aparecer la ansiedad, las palpitaciones, el agotamiento físico, temblores, hemorragias nasales, problemas de riñón... No le estaba matando la pintura, sino su obsesión por pintar.

Un país en extinción

El trabajo, que se prolongó siete años, le exigía localizar el entorno, pero también a los tipos que retrataría. Pedía a los modelos que se ataviaran con trajes típicos y ricos. Construyó una España a base de cientos de retazos, de extractos que componían una imagen emblemática de esa España que buscaba. Una irreal. Sorolla exageró una España irreal. La realidad era demasiado real y aburrida, mucho menos exótica. No tenía nada que ver con la visión de Huntington. El artista inventó una España para Archer Milton y construyó monumentales escenas de estereotipos, muy cercanas a la postal y souvenir. El friso de la Hispanic Society se convirtió en la primera gran campaña de turismo español. En 1911 ya se había creado en España la Comisaría Regia del Turismo y en 1903 ya se hablaba de “la industria de los forasteros”.

Pero también fue la serie de los nadies. El retratista de los ciudadanos ejemplares atendió a los corrientes. En origen, el encargo era una galería de españoles ilustres. Sorolla no quería una serie de tipo histórico, porque no estaba acostumbrado a investigar. Porque el pasado no era su campo de acción. Tampoco quería “mantener ni abrillantar” los acontecimientos históricos. No deseaba reinventar el pasado español, ni el descubrimiento de América, ni la guerra de la Independencia, etc. Y al final, hace una serie que es historia pero sin Historia, con mayúsculas.

Lo suyo era el presente, los gestos, las ropas, las costumbres. Aunque no los miró como Ignacio Zuloaga. Fueron dos pintores en busca del “alma española”: a Sorolla se le acusó de superficial, de no llegar a las profundidades del otro, de quedarse en las verbenas lumínicas y los colores imposibles. La crítica le acusó de ser tan brillante que bajo su pintura “no sentimos palpitar la vida”. Si Sorolla es la postal, Zuloaga es la radiografía. Ambos fueron a buscar la España que no estaba en las noticias, que permanecía lejos de la modernidad, de las ciudades y de la industrialización. Pintaban la España en peligro de extinción.

La reinterpretación franquista

Los especialistas María Luisa Menéndez Robles y David Ruiz López investigaron sobre el proceso de creación de estos lienzos para la Hispanic Society en el año 2009, con una gran exposición en el Museo Sorolla. Apuntaron que el pintor se empapó de Giner de los Ríos y sus proyectos de modernización del país. A Giner de los Ríos le gustaba Sorolla porque su arte conciliaba el afán europeísta y la reivindicación de lo español y regional. El artista también se relacionó con Galdós y Manuel Bartolomé Cossío, entre otros. Fueron sus referentes intelectuales, los que despertaron en él ideales regeneracionistas, que buscaron la modernización del país a través de la educación y la creación de nuevas fuentes de riqueza.

Esta recuperación de la identidad española fue aprovechada más tarde por el franquismo, que reconstruyó el imaginario de Sorolla. Y lo puso al servicio propagandístico de la dictadura, como ha explicado Isabel Tejada. Para la dictadura, Sorolla representó “una fervorosa pasión hispánica”. “Convertido Sorolla en el ”caudillo“ español del impresionismo ”en su pleamar, reivindicaba para el pintor valenciano otro origen, en este caso hispánico“, ha escrito Tejada.

Joaquín Sorolla descansó en 1916 de sus viajes en busca de la visión de España que estaban acabando con su vida. Al año siguiente, terminó los paneles de Extremadura, Elche y el último, el espectacular sobre la pesca del atún, en Ayamonte. Había invertido siete años y no cinco como había previsto. A los pocos meses de entregar el encargo completo, mientras pintaba el retrato de Mabel Rick, en junio de 1920, sufrió un derrame cerebral. Tenía planeado acudir en octubre a Nueva York para la colocación de la monumental serie en la biblioteca de la Hispanic Society. Pero quedó inválido para cualquier actividad. Falleció el 10 de agosto de 1923, en su casa de Cercedilla, a los 60 años.

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