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“No supero que la gente venga a verme para que les haga reír”

Miguel Noguera. / Foto: Xavi Olmos

Lucía Lijtmaer

Miguel Noguera me cita en un lugar llamado Espai Mallorca, en la parte más amable de El Raval barcelonés. Hay una razón para ello, y es que hace poco cenó allí con sus compañeros del coro, y le gustó. Sí, resulta que Miguel Noguera va a un coro una vez por semana. “Nada relacionado con el Ultrashow, a esto voy porque me gusta”, aclara, y pide un cortado.

Ultrashow es el nombre que recibe la serie de espectáculos que viene realizando desde mediados de la década pasada, una especie de monólogo de sus ideas, que le han hecho célebre. El resto de los días, entre los Ultrashows y las preparaciones de sus libros –ha publicado cuatro, el último, que ahora presenta, Mejor que vivir (Blackie Books)–, Miguel Noguera estudia sueco, canto y acude a un coro.

Es difícil medir la magnitud del éxito de Miguel Noguera en él mismo. Su porte es calmo, humilde, y su actitud de disculpa constante hace que, a ratos, el interlocutor sienta que su triunfo se trata de una casualidad rara. Incluso al comentar la última noticia –¡los príncipes de Asturias acudieron a un Ultrashow en Madrid!–, parece que la cosa no fuera con él. “Me dijeron que había gente ilustre entre el público y yo pensé que hablaban de un músico que me había encontrado en el AVE de ida al bolo”, cuenta, algo incrédulo.

Esa sencillez, ese aspecto de situación de carambola viene dado en parte por el propio material de trabajo de Miguel Noguera: sus ideas son a veces inquietantes, dolorosas y angustiantes, y pueden parecen bosquejos de una trama sin realizar. Otras tienen la genialidad de lo concreto, como una bala perfecta, en la que el ejemplo clásico sería su Cristo mal.

Aun así, quien haya visto a Noguera en acción sabe que la interpretación es clave para su relevancia actual. Intente explicarle la idea de “Titanic en 7D” a quien no haya estado en un Ultrashow, y tendrá ante usted la definición del escepticismo. El ritmo y la voz le generan cómplices entre el público, que es siempre su obsesión. “No supero que la gente venga a verme para que les haga reír –confiesa–. Siempre pienso que se trata de un gran malentendido, y que no les va a gustar”.

Paladín del posthumor

posthumorDe él se ha dicho de todo, y bueno. Forma parte de lo que se ha denominado posthumor, definido por Jordi Costa como “los chistes que no hacen gracia” y que, más allá de la risa, generan incomodidad. Junto a Muchachada Nui y Venga Monjas, Miguel Noguera es uno de los reyes en España del posthumor.

“Sí, entiendo que me pongan ahí, porque todos compartimos ese tipo de rasgo. Yo no sé si lo que hago es humor pero, si lo hago, tiene algo que ver con ese tipo de cosa que les gusta generalmente a los tíos, y que se entiende como humor de listillos –analiza–. Consiste en llevar más allá de lo razonable las situaciones, en forzarlo profundamente y mirarlo desde fuera”.

En su caso forzar una escena –Noguera alargando la idea de un señor que exige su comida en un restaurante, sin éxito, hasta que se le acaba la batería– define su estilo, que le ha llevado al estrellato.

“Puede ser. En realidad, yo nunca tuve muy claro qué quería hacer. Estaba en Bellas Artes, dibujaba y los compañeros me empujaron a salir a decir algo en medio de un recital de poesía en un bar en el barrio de Gracia. Tenía un cuadernito suelto de ideas y salí con eso. Y de ahí repetí en un par de sitios y por el circuito artístico”.

Noguera recuerda como momentos importantes en su trayectoria la reivindicación de Nacho Vigalondo, la salida del libro Ultraviolencia y la llamada de Andreu Buenafuente, que fueron conduciéndole hasta el reconocimiento mucho más amplio.

La mezcla de temática e interpretación le hacen único. Noguera es lo opuesto al chiste, pero también al stand up español de “cuando venía por aquí me ha llamado mi mujer”. Sus ideas están plagadas de personajes sin brazos humillándose en público, víctimas desangrándose mientras esperan ambulancias, viejas que sufren al caer de rampas infinitas y demás situaciones grotescas.

Eso provoca risa, pero también la espera incómoda al no saber cómo acabará el despropósito. “Lo incómodo viene de las situaciones cotidianas, hay que saber verlo. A mí me interesa, casi te diría que me gustan, todos esos lugares o espacios que a la gente le parecen feos o tristes. No es que no lo sean, pero tienen algo que tiene que ser relatado. Las residencias de ancianos, donde todos van ahí medio perdidos..., esos sitios a mí me interesan, y les doy un espacio. A veces demasiado espacio en lo que hago, quizás”.

Lo cautivador de lo absurdo

El análisis de su propio trabajo es concienzudo, nada egocéntrico y le remite a la terapia: “No la psicoanalítica, sino la de Gestalt, que seguí durante un tiempo largo, en grupo. Recuerdo que una vez un tipo estaba explicando una situación complicada y a mí se me estuvo a punto de escapar la risa. Lo comenté al gurú de la terapia, al que se supone que sabía, y me dijo que mi risa era psicótica y que podía contener un futuro brote. ¿En serio? ¿Psicótica? ¿No estamos todos al borde siempre de la risa ante el otro? ¿Eso me convierte a mí en alguien con rasgos psicóticos?”, dice, con incredulidad risueña.

Miguel Noguera habla y habla sin descanso y sin cansar. Pienso en lo lejano que resulta este hombre normal y tranquilo del tipo extraño con voz de tenor que sale en los Ultrashows. Qué distinto parece de la mente estrambótica que genera ideas en las que los presentadores del telediario llevan sondas gástricas.

Y entonces, mientras va a contestar, se atraganta con el cortado. Se le iluminan los ojos, se ríe, y dice: “Y ahora es cuando el tipo se muere. Va a contestar y se muere. Y se quedan ahí los dos en la cafetería, y él ha muerto”. El germen absurdo de una idea, el momento en el que algo interrumpe la realidad se hace evidente e interesante y nos hace reír a los dos. Al poco rato Miguel Noguera se levanta, para no llegar tarde a su clase de sueco.

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