Se publica el ensayo que nunca escribió Leopoldo María Panero

Carmen López

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En 1999, Leopoldo María Panero protagonizó uno de los programas de la serie Blanco y negro conducida por Fernando Sánchez Dragó en Televisión Española. El capítulo se titulaba precisamente Leopoldo María Panero. ¿Caso clínico o caso lírico? y en él participaron, además del presentador y el escritor, J. Benito Fernández, autor de la biografía El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero (Tusquets, 1999) y Jaime Chávarri, realizador del famoso documental sobre los Panero El desencanto (1976). Los cuatro alrededor de una mesa redonda sobre la que planeaba el humo de los cigarros que encadenaba el poeta, que por aquel entonces acababa de publicar su libro Mi cerebro es una rosa.

La película de Chávarri sobre esa familia llena de oscuros secretos había elevado a Leopoldo María a la categoría de “genio loco” en el imaginario popular. Dotado de un indudable talento para la literatura, era un hombre extremadamente culto y tenía un gran conocimiento sobre psiquiatría. También era un enfermo mental que conocía de primera mano lo que ocurría en los psiquiátricos españoles desde que era un adolescente. Como se encargó de recordar Dragó al presentarle, por entonces ya había estado internado más de diez veces. Después le preguntó cómo tenía su hígado, por si a alguien se le había olvidado el alcoholismo que también padecía.

Panero tuvo la capacidad de hacerme imaginar un libro que no existía. Era un libro fantasma que terminó acechándome

A mitad del episodio, Panero interrumpe a Sánchez Dragó para decirle que le va a enviar un libro que ha escrito titulado Apuntes para una psiquiatría destructiva en el que habla de cómo las voces actúan como una autocrítica despiadada. Aprovechando el exabrupto, el conductor del programa le pregunta si oye voces y el tema se desvía. Nadie se vuelve a acordar de dicho documento hasta que Alfredo Aracil toma prestado el título para su propio libro, que acaba de sacar la editorial Piedra Papel. Se trata de una recopilación de ensayos sobre la antipsiquiatría que el autor ha publicado en diferentes medios de España y Argentina en los últimos cinco años.

Aracil llegó al vídeo del programa mientras preparaba un artículo para El Estado Mental. “Me hizo gracia el comentario. Las condiciones de Leopoldo María Panero no son las mejores y aún así es increíble la lucidez de su intervención, la capacidad que tiene de ponerle los puntos sobre las íes a Sánchez Dragó, de frenarlo”, dice por Zoom desde Argentina a elDiario.es. “Fue clave porque tuvo la capacidad de hacerme imaginar un libro que no existía. Era un libro fantasma que terminó acechándome”.

Sabe Dios si lo escribió. Panero fantaseaba mucho

No se sabe si Panero llegó a escribir el ensayo o no porque nunca acabó en manos de Fernando Sánchez Dragó. Este afirma por correo electrónico que no recuerda nada de este asunto y que no tiene ni la menor idea de si el libro existiría o no. “Sabe Dios. Panero fantaseaba mucho”, sostiene. Por su parte, Aracil cree que es bastante probable que tuviese cosas escritas. De hecho, en 2017 La Marea publicó un texto inédito que Leopoldo María Panero había escrito en 1981 titulado El último manicomio y que podría haberse incluido en esos apuntes que mencionó en el programa televisivo. Llegó al medio de la mano del psiquiatra Enrique González Duro, autor de Distancia a la locura: teoría y práctica del Hospital de Día (Ed. Fundamentos, 1982), que había tenido al poeta como paciente.

González Duro entrevistó muchas veces a Panero, pero en sus conversaciones nunca salió a relucir el libro. Para Aracil, “Hay algo intertextual: la psiquiatría destructiva en realidad es una cita velada que hace Leopoldo María Panero al Anti Edipo de Deleuze y Guattari. Durante toda la última parte de la obra se dedican a proponer el esquizoanálisis frente al psicoanálisis. Hay una especie de juego con lo que Leopoldo quería decir y no dijo, como lo que Deleuze y Guattari intentaron proponer, que al final es como un ejercicio de ficción”.

Qué es la antipsiquiatría

A finales de los años 60, las instituciones mentales o manicomios eran centros de reclusión en los que se internaba a aquellos y aquellas que eran diagnosticados con algún tipo de enfermedad mental. Recluidos y sin posibilidad de decidir acerca de los tratamientos que recibían o el tiempo de estancia en el centro, los enfermos eran prisioneros a los que se alejaba de la comunidad. Las instalaciones no eran precisamente cómodas y las condiciones vitales de los usuarios dejaban bastante que desear, por decirlo de una manera suave. En aquella situación y con el impulso de los ideales de mayo del 68, algunos profesionales de la salud mental decidieron rebelarse y proponer otro tipo de tratamiento.

“Fue un movimiento muy acotado históricamente y geográficamente. Se dio a la vez en Inglaterra, en Francia, España, Italia y también hubo focos en Latinoamérica. A grandes rasgos, compartían una crítica al abuso de poder de la psiquiatría y a su ideología”, explica Aracil. “La antipsiquiatría fue una especie de revuelta interior que fue capaz además de empatizar con los movimientos sociales de la época. Imaginaban formas de vida diferentes a los modelos de sufrimiento que se nos imponen desde el capital. Pero, sobre todo, a los que se nos hacen deseables como llevar una vida llena de competitividad, ser mejor que el otro todo el tiempo, este tipo de cosas”, aclara.

En España, uno de los principales focos de esta lucha fue el hospital psiquiátrico de Oviedo conocido como La Cadellada. Allí, un colectivo de psiquiatras jóvenes cuestionó el orden establecido y propuso otras maneras de hacer: nuevas terapias, talleres, bailes, visitas a familiares, permisos para salir al exterior, asistencia social. También hubo un cambio en las relaciones entre los profesionales y los internos, que participaban en la organización del centro a través de asambleas. Entre “los rebeldes” estaba Guillermo Rendueles, el psiquiatra al que se le atribuye la popular frase: “Usted no necesita un psicólogo, necesita un sindicato”.

“Supuso una especie de lucha que no se llegó a realizar por completo pero sí puso en jaque al franquismo en un momento dado. Y luego también como una especie de desacuerdo con el rumbo que estaba tomando La Transición, que no acabó de satisfacer del todo muchas de las demandas que se hacían en el campo de la salud mental. Son campos que desbordan las demandas profesionales y sectoriales y se instalan en problemáticas de sufrimiento que creo que todas y todos estamos notando”, describe Aracil.

Lo que ha quedado

El movimiento, que se había extendido por centros de todo el país, se acabó en los años 80 cuando, primero con el Gobierno de Felipe González y después con el de Aznar, se privatiza la atención a la salud mental. Se cierran los manicomios, se abren clínicas privadas y se habilitan alas de psiquiatría en los hospitales públicos en las que solo se tratan a los enfermos agudos. Como dice Aracil: “Son plantas en las que entras y sales constantemente porque si no hay prevención y si no hay tratamiento vuelves de contínuo a esa situación de crisis que te ha llevado a ingresar”.

Lo que sí se consiguió fue llevar a cabo una política de apertura de centros de día, algo que estaba entre las reivindicaciones de los profesionales de la salud mental desde principios de los 70. El problema, que es el mismo que ataca a la sanidad pública en general a día de hoy, es el de los medios que se les destinan. “Funcionan muy bien pero están dotados de poca infraestructura y pocos recursos. Se desarrolló la infraestructura pero no se terminó de apostar por ese sistema de salud comunitario. Y lo importante es el trabajo en situación, en los barrios”, sostiene Aracil.

Los centros de día funcionan muy bien pero están dotados de poca infraestructura y pocos recursos. Se desarrolló la infraestructura pero no se terminó de apostar por ese sistema de salud comunitario

Apuntes para una psiquiatría destructiva también hace un recorrido por el paso del movimiento por Argentina y se indaga en el tema de los tratamientos farmacéuticos de las enfermedades mentales. “En mi caso no hay una crítica sin más a la medicalización”, avanza el autor. “Los farmoquímicos, los neurolépticos, han supuesto un avance importante en el alivio de muchas personas. Yo hablo más de un valor de uso, que es una teoría que traigo del marxismo más ortodoxo. Un tratamiento puede aliviar en un momento de crisis pero a la larga hay que ir viendo qué uso y qué efectos tiene. Me parece que no hay que ser demasiado moralista, es más bien ser pragmático. Lo digo después de tener mucho contacto con profesionales, con trabajadores y trabajadoras: hay gente muy comprometida, sobre todo en los servicios públicos”.

Asimismo, en las páginas del libro también se puede leer sobre iniciativas como Orgullo Loco o La Rara Troupe. “Hay una cosa cultural que tiene que ver con la patologización continua y constante de cualquier atisbo de singularidad de las personas. Hoy prácticamente hay un diagnóstico para cada persona. Cuando yo iba al colegio había chiques que eran travieses, incómodes y hoy en día tienen un diagnóstico: trastorno de déficit de atención. Y todo lo que tiene que ver con la identidad sexual y de género de las personas, que sigue pensándose todavía como una enfermedad. Para mi es clave romper la asociación entre salud mental y enfermedad y empezar a pensar en términos de diferencia y de singularidad. De formas de vida y del derecho a vivir una vida singular”.

En opinión de Aracil, la antipsiquiatría tuvo el poder de recuperar la creatividad y hace referencia a Mark Fisher, el creador del concepto de realismo capitalista. “Pensar en el fin del mundo es más fácil que pensar en el fin del capitalismo. Se ha vuelto imposible imaginar una alternativa al capital por una especie de pasividad inducida, por un corte con la imaginación. La antipsiquiatría, al igual que otros movimientos de desmanicomialización y de lucha en los psiquiátricos por los derechos de las personas que vivían allí, hicieron ese ejercicio de imaginar una alternativa”.