Cantar en un coro, un arma de belleza

Ángeles Oliva

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Lejos de la imagen de espacios solemnes y exclusivos para eruditos e iniciados, han surgido otro tipo de coros como espacios diversos y abiertos en los que se juntan gentes de todas las edades y pelajes. Algunos saben música y otras no, unas tienen formación especializada en un instrumento, y otros no saben leer una partitura. Apoyándose en esas diferencias se juntan para cantar y poner en práctica una forma de expresión colectiva y, a veces, reclamar que el mundo cambie.

“Simbólicamente, un coro es un arma potentísima, ves a treinta o cuarenta personas disfrutando y generando belleza al unísono, y eso tiene un potencial político enorme”, cuenta Malela Durán, codirectora de El Molino de Santa Isabel, una escuela de música que quería incluir, además de la formación, los sueños de integración, redes de apoyo y alegría de sus fundadoras, según dice su página web.

“Para mí, un coro tiene que convertirse en una pequeña comunidad”, explica Durán. Un lugar “donde todo el mundo persigue el mismo objetivo, que es hacer la música lo más bonita posible. Ese objetivo, y el placer de trabajar para conseguirlo en los ensayos, usando además el instrumento más sentimental, que es tu propia voz, es como hacer un pequeño pueblito. Se generan códigos comunes y unas redes de afecto y de apoyo que son imprescindibles para sostener la vida”.

Construir comunidad, en un sistema que fomenta el individualismo y la desconfianza del prójimo, es una excepción frente al sálvese quién pueda. Su práctica es una experiencia inspiradora y un elemento poderoso de transformación: “A alguien le pasa algo y el coro responde como grupo, no es tu familia, pero es tu comunidad. Si no hay buen ambiente, la música se resiente, hay una obligación de hacer el bien a la comunidad, y eso es maravilloso. La música me interesa pero no más que la parte social”, relata Durán, que es la directora de los seis coros clásicos de El Molino de Santa Isabel.

Bach en la okupa

Malela Durán viene del pop, participó en el grupo Nosoträsh en su Gijón natal, y en Madrid estaba en el grupo Garzón, que luego pasó a llamarse Grande-Marlaska. Montó su primer coro en el espacio asociativo La Dinamo, en el barrio madrileño de Lavapiés. Y cuando se ocupó un edificio en el centro de la ciudad, quiso llevar allí su experiencia, y con ello dibujó un camino nuevo por el que ya no transitaban solo el rap, el hardcore o las batucadas: Bach entró en una casa okupada. “Fue un momento mágico, tenía la sensación de pisar un terreno desconocido. Pensé que por qué no cantar Bach en un centro social okupado, aunque no tenga una letra puramente política. Cantar por la belleza y la armonía del grupo como herramienta política y transformadora”, recuerda Durán.

Aquel edificio ocupado se llamó Patio Maravillas, y un día en su cafetería sonaron dúos de violín de Telemann o sonatas de Beethoven al piano. “Fue revolucionario, hubo ciertas tensiones con gente que no entendía que se cantara música religiosa, porque les parecía contradictorio con lo que se vivía allí, pero acabamos encontrando nuestro espacio, y cantamos a las 7 de una mañana en la que había amenaza de desalojo, aquello fue emocionante”, cuenta.

El Patio se hizo, así, permeable para personas que de otra manera no habrían llegado a un espacio okupado: “Dimos un concierto para nuestros padres y madres y por primera vez, personas de 70 u 80 años sin perfil activista, entraron en una okupa. También llegaron músicos profesionales que iban a dar clases de técnica vocal y conocían así un espacio que no era peligroso, era abierto y educado, con una sensación grande de comunidad, esa gente con un perfil no predispuesto al Patio en un primer momento, acabó acudiendo a las manis contra el desalojo”, rememora Malela Durán.

Cantar por el bien común

En un coro nadie destaca, un grupo de voces crean una voz única y trabajan para un resultado común, y eso supone controlar a los egos para que nadie destaque. “Hay que intentar que nadie se quede descolgado por abajo, pero también que no asome demasiado la cabeza, porque el sonido tiene que ser el de empaste de grupo, no el de tres líderes y luego una gente que les sigue. Y esto es algo muy bonito, porque es el resultado de la acción conjunta, si no, no tiene sentido. Supone buscar juntos la belleza, y eso tiene un potencial político muy fuerte”, explica la directora del coro.

Nacho Vegas conoce a Malela Durán de Gijón y la llamó para que el coro del Patio participara en su disco Resituación, en 2014, en dos de las canciones. Después, el músico buscó un coro para los directos, y se formó Al Altu la Lleva, un coro que se define como matriarcal, internacional y antifascista que actuó con Nacho Vegas en un concierto en el Palau de Barcelona con una canción sobre la PAH criticando al Banco Sabadell que patrocinaba el concierto, y también en una sede bancaria en Gijón contra los desahucios, entre otros muchos actos reivindicativos y de protesta desde entonces.

En esa misma línea, el coro y orquesta La Solfónica nació en 2011 al abrigo de las plazas ocupadas por el 15 M en Madrid, con músicos y profesores de música, y otras tantas personas sin formación musical. Desde entonces han cantado en manifestaciones, escraches y desahucios, temas clásicos y populares, muchas veces adaptando las letras a las demandas sociales. Cantan siempre en calles y plazas, y proponen así una forma de protesta que expresa la rabia con música y canto. Sus actuaciones, como las del coro asturiano Al Altu la Lleva, provocan una emoción honda en quienes les escuchan.

No hace falta saber música

La idea que se tiene de coro ha cambiado mucho y ya se conoce que hay muchos tipos de coro que se enfrentan a su vez a diferentes tipos de músicas. “Pero la música clásica todavía se ve como algo alejado, elitista, demasiado serio. Esto es algo que intentamos romper, creemos firmemente que la música clásica es para todos, que también es divertida, que puede ser para niños y niñas, que puedes pasar una tarde maravillosa cantando rock o cantando a Bach”, cuenta Durán, que reconoce que la técnica a veces aleja, y sabe que la música popular, o el folclore son más cercanos que la música clásica.

Eso comparte María Quiroga, trompetista y cantante, que compone jazz y dirige un coro de gospel en el Ateneo Varillas, un espacio asociativo en León. “El gospel es música negra y religiosa, de las iglesias baptistas. Se hacen menos virguerías que en la clásica, donde hay una especialización en un instrumento. En el jazz o el gospel esto es muy abierto, puedes ser pianista y aprender a tocar la trompeta”, explica Quiroga, que hasta el momento ha ensayado clásicos de gospel, como Amazing Grace, Oh Happy Day o The Lion Sleeps Tonight. El curso que viene quiere incluir temas de The Beatles, Freddy Mercury o Stevie Wonder.

El coro de gospel ensaya los miércoles desde octubre pasado y en él hay gente que sabe leer música y otra que no. “Vemos cómo aprender a cantar y que el oído se ponga las pilas cantando interválicas, hago juegos para que no solo sea hacer un repertorio, sino que la gente adquiera afinación y técnica vocal, y explico toda la grafía para quienes no saben leer música. Al final, practicando, se acaban entendiendo muchas cosas en una partitura”, cuenta María Quiroga.

En esto concuerda Malela Durán. “Dirijo seis coros y calculo que el 70% de la gente no sabe música. Al principio empiezas con la memoria y el oído si tienes la suerte de que te acompañe, y poco a poco vas aprendiendo con las partituras y te acostumbras a los códigos”, explica.

Prohibido cantar en tiempos de pandemia

Cuando la pandemia explotó y el mundo se detuvo, cantar se convirtió en una actividad altamente peligrosa, compartir espacio con la boca abierta, a voz en grito, se volvió imposible. “El principio fue dificilísimo, fue un mazazo terrible, las noticias que llegaban era que cantar era lo peor que podías hacer. Cuando pudimos, hubo clases por pantalla, y lo mejor que sacamos de ahí fue seguir juntos en la distancia, al menos nos podíamos ver las caras. Pero no teníamos manera técnica de coordinarnos para sonar a la vez, así que yo enseñaba tipo master class y la gente luego ensayaba, era un simulacro de lo que es un coro. Mucha gente aguantó y en cuanto se pudo volver a cantar, aunque fue un grupo más pequeño, con mascarillas, comprobamos que no se había hecho un agujero, sino un valle”, relata la profesora.

La primera vez que volvieron a juntarse fue para cantar por la sanidad pública delante de un centro de salud. Muchos de los alumnos de Malela Durán son personas jubiladas, y la mayoría no se atrevió a ir a la escuela. Quienes lo hacían, extremaban las precauciones. En la red pueden verse videos de la escuela con las puertas de la calle abiertas, la gente cantando con mascarillas y abrigos. “Era difícil pero decidimos que era mejor eso que no hacerlo. Lo bueno es que al ser grupos más pequeños, y con más distancia, la gente se tuvo que poner las pilas, no estaban tan cubiertos por el grupo y tuvieron que estudiar. Y así mucha gente mejoró, al ser menos había que ensayar más en casa para que el conjunto sonara bien”, explica Durán.

Ahora ensayan en la escuela y también en algunas iglesias cercanas, porque son espacios con una acústica buena donde sonar bien. “Hay sitios muy chulos que suenan muy mal, y una iglesia casi siempre te garantiza una satisfacción muy grande en ese sentido. Nos relacionamos con dos iglesias vecinas, que tienen cierto trabajo social, son abiertas, tienen un perfil no tan conservador. Ensayamos o actuamos en ellas y en lugar de pagar un alquiler, colaboramos con la acción social que llevan a cabo en el barrio con un donativo, que con el confinamiento ha organizado bancos de alimentos, y todo tipo de apoyos”, concluye Durán.