El resort del lago que sobrevivió al COVID y se convirtió en refugio de ucranianos

Gabriela Sánchez

Enviada especial a Chisináu (Moldavia) —

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El 20 de febrero, tras cuatro meses cerrados por las restricciones ligadas a la pandemia, Veronika Bivol y su familia acababan de reabrir las puertas de un negocio familiar, un complejo turístico a las afueras de Chisinau (Moldavia). Ya tenían decenas de reservas cerradas y ultimaban los preparativos de un seminario organizado en el hotel. Cuatro días más tarde, los planes cambiaron. Llamaron a todos los clientes para pedirles disculpas: todo estaba cancelado. No podrían quedarse en sus instalaciones. 

“Nos unimos a la llamada nacional a la solidaridad, empatía y compasión hacia el pueblo ucraniano”, publicaba la página de Facebook del hotel durante la mañana del 24 de febrero. El post iba acompañado de una serie de números de teléfono. “Nuestro complejo está listo para acoger a familias de refugiados. Si conoces a personas que necesiten ayuda, reenvíalo”. 

“El 24 de febrero vimos las terribles noticias. Algunos de nuestros vecinos, desde lo alto de la montaña, escuchaban las bombas. Nos avisaron de que había miles de personas cruzando la frontera. Cancelamos todas las reservas y publicamos el post en Facebook”, dice Veronika. A las 18:00 horas del día siguiente, el resort estaba lleno. 

“Recibíamos llamadas de día y de noche. Llamaban y nos decían: por favor soy una madre con hijos y no sé dónde ir”, cuenta Veronika Bivol, gerente del resort, ubicado a las orillas del lago de Costesti, un pueblo a unos 30 kilómetros de la capital moldava.

El hotel recibe anualmente a cerca de 12.000 turistas al año, según las cifras del negocio familiar. Desde la invasión rusa, han acogido a más de 2.500 refugiados. Sus dueños se mantienen a través de donaciones privadas y aseguran no haber recibido por el momento ningún tipo de financiación pública para costear algunos de los gastos ligados a la acogida de refugiados, aunque la han solicitado.

Mañana de clases escolares

A las 11:30 de la mañana, decenas de huéspedes se dispersan por el comedor, la mayoría frente a sus ordenadores. Muchos son niños y adolescentes, conectados por videollamada frente a sus profesores y compañeros de clase.

Entre ellos se encuentra la hija de Angelica, quien cada día se sienta junto a la niña para ayudarla en las lecciones. Finalizada las clases de su pequeña de diez años, la mujer, procedente de Odesa, utiliza el mismo ordenador para trabajar durante unas horas. 

La ucraniana, de 50 años, es abogada. Está sentada junto a una gran agenda donde apunta sus tareas diarias. “Tengo bastante trabajo. Ahora me llama gente desde Ucrania para preguntarme sobre una nueva ley que ha salido en relación a la rebaja de impuestos para los empresarios del país, para que puedan mantener el negocio”, dice Angelica.

Los clientes siguen solicitando sus servicios, pero ella ha dejado de cobrarles: “Todo es voluntario. El despacho ha cerrado, pero quiero hacer todo lo posible para ayudar a la gente desde aquí”. Hace dos semanas, un primo suyo, soldado ucraniano, falleció en Summy. 

“No ingreso nada de dinero, así que agradezco mucho poder estar aquí, en este sitio tan bonito, para que mi hija pueda distraerse”, añade la abogada. A la niña le han salido unas manchas rojas en las manos. Su madre cree que es por la ansiedad.

“Se pone muy nerviosa, sufre mucho por la guerra”. Angelina vivió con su hija primero en la iglesia del pueblo de Costesti. Después, fueron trasladadas a una escuela habilitada para recibir a refugiados ucranianos. Luego, llegó al resort gracias a unos conocidos. “Aquí estamos más tranquilas, pero ya me planteo volver a Odesa”. 

La gerente del hotel, sentada junto a una de las grandes mesas redondas del impoluto comedor del hotel, con vistas al lago a través de amplios ventanales, señala y relata con empatía las historias de algunas de los ucranianas que pasan a su alrededor. “Ella es Olga, me llamó el 28 de febrero desde Iasi (Rumanía). Me dijo que era de Odesa, que por favor las acogiésemos”.

Ahora, tras casi un mes alojada en el complejo, la refugiada se encarga de organizar la base de datos de quienes son acogidos en sus instalaciones. También recuerda a quienes ya se han ido. Como una mujer que apareció en el hotel con el rostro desencajado, tras semanas sin ducharse en su huida de Jersón. O aquella joven herida por el impacto en su rostro de restos de metralla en Mykolaiv, quien tuvo que recibir cuidados médicos a su llegada. Ahora ya se encuentra en Bulgaria, donde tiene familia, relata Bivol.

No quieren irse lejos

Aunque en las primeras semanas de la guerra el complejo hotelero era un lugar de paso para decenas de refugiados ucranianos que planeaban desplazarse a otros países europeos, tras un mes de conflicto, la rotación de personas es cada vez menor, una tendencia repetida en varios puntos de acogida del país. “Al principio pasaban dos días aquí. Se iban decenas de refugiados cada día. Ahora casi nadie se va”, cuenta Bivol. El hotel aloja a cerca de 150 desplazados, la mayoría mujeres y niños. 

No quieren irse muy lejos. Prefieren esperar, lo más cerca posible de Ucrania, el final de la guerra o la mejora de la seguridad en sus respectivas regiones. “Prefieren no alejarse, allí tienen a su familia. La mayoría de quienes se van estos días es para regresar a Odesa o Mykolaiv”. 

Por Moldavia, el tercer país más pobre de Europa, han pasado 390.187 de los más de cuatro millones de refugiados que han dejado Ucrania desde el inicio de la guerra. El pequeño Estado extracomunitario se vio desbordado por el flujo migratorio en los primeros días, pero a la ralentización de las llegadas se ha sumado la apertura de un pasillo humanitario con la Unión Europea a través de Rumanía, por lo que el país se ha consolidado como un punto de paso para la mayoría de los desplazados. El Gobierno moldavo estima que cerca de 100.000 ucranianos siguen en el país.

Se acerca el atardecer y varios niños juegan al fútbol en los campos del resort. Algunas madres pasean alrededor del lago mientras sus hijos corren de un lado a otro, antes de recoger la cena y llevárselas a sus habitaciones. 

Cuando los moldavos empiezan a guardar en el armario sus abrigos y se acerca la temporada alta para complejos turísticos como este, Bivol reitera que ahora la prioridad es seguir atendiendo a los refugiados ucranianos que lo necesiten. “No nos hemos preguntado por ahora cuánto va a durar esto. Nunca los vamos a echar y seguiremos recibiéndoles como tratábamos a nuestros clientes”.

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